domingo, 20 de abril de 2014

Para una teoría del vacío - Cristian Mitelman


Me observa con ojos donde la fiebre, la locura y el sueño convergen. Está tirado en la vereda; lleva un traje antiguo, como robado de una fiesta de pueblo de hace décadas. Hay viejas lluvias en ese traje. 
–Señor –me dice–, entrégueme por favor esta carta. 
Sus palabras son lentas. No alcanzo a distinguir si es un pedido, un ruego o (¿por qué no?) una orden. Me alcanza un sobre amarillento. Lo coloco en mi portafolios, entre los cientos de papeles que llevamos los profesores. Para tranquilizarlo le digo que sí, que está bien, que apenas salga del trabajo llevaré su carta. 
No me dice a quién. Tampoco se lo pregunto. 
Pasan los días. Una tarde, mientras me dispongo a corregir unos exámenes, reencuentro el sobre. Sonrío. Lo dejo a un costado. Una hora más tarde, después de enmendar el enésimo ejercicio de Lógica, empiezo a pensar en él. 
Salgo a la calle, pero sé que ya no voy a encontrar al mendigo. 
Vuelvo. No me animo a abrirlo. Sé que allí hay un papel que debe de tener una confesión que me excede. Sé que esas palabras guardan las claves de una vida. 
Para tranquilizarme, coloco el sobre en un libro. Es una medida absurda. Pasan los días y sueño con cartas infinitas, con hojas fantasmales que cruzan los distintos pueblos del país y nunca llegan a tiempo. Comprendo que todos los libros de mi biblioteca giran en derredor de ese tomito que contiene la carta. Giran como estrellas en derredor de un vacío que, sin  prisa ni pausa, los devora. 
Comienzo a escribir esta carta para que alguien la entregue a un destinatario que no conozco.

Acerca del autor: Cristian Mitelman