martes, 10 de diciembre de 2013

Zan el- Din, ingeniero genético - Daniel Alcoba


Vigésimo séptimo hijo del jeque Abdel Rudollah el-Din, decimocuarto varón nacido en el serrallo de Bagdad, desde muy niño mostró inclinación a la hípica. Aún no había aprendido a hablar y ya montaba en caballos de guerra. A los siete años hizo caracolear un pura sangre ante el emir de los creyentes.
Desde la primera clase de zoología que le impartiera un catedrático en el palacio de su padre en Bagdad, en la cual el maestro se refirió también a los genomas animales y a los caracteres genéticos de las especies, supo que lo único que le interesaba era la ingeniería genética.
A los catorce de su edad, en 2015 del calendario de los incrédulos incircuncisos, fue investido caballerizo del Emir de los Creyentes. Nada tiene que ver ese brusco encumbramiento de Zan el-Din con el hecho de ser bello mancebo. No eran las ancas de Zan lo que perseguía el Emir de los Creyentes sino organizar el mayor Stud de Dar-el Islam; y sobre todo ganar las tres mil yardas en la Royal de Ascot, porque había apostado un millón de libras esterlinas contra un millón seiscientos mil petro dinares que lo haría, al príncipe de Gales. Además del juego y los caballos de pura sangre, al emir de los creyentes le gustaban mucho las mujeres inglesas que el heredero de la corona inglesa le presentaba.

La tesis doctoral, que Zan el-Din defendió ante un jury de científicos y doctores en la Ley Islámica serían las yeguas yihadistas, llamadas así no sólo a causa de la equinofilia de Zan, sino también por el hecho de que se trataba de pulgas para bellum conseguidas combinando numerosas especies que le permitieron alcanzar un tamaño del todo anormal en la naturaleza. Tenían el tamaño de las ciruelas moras. Y sólo atacaban a incrédulos, paganos y nazarenos, que es como llamaban a los invasores, fueran católicos, protestantes, judíos, ortodoxos rusos, agnósticos o ateos.
Zan el Din, padre de las yeguas, se propuso un arma islamista infalible. Cada uno de esos insectos era capaz de absorber de un solo golpe toda la sangre de un ser humano, unos cinco litros. El vientre de la yegua se hinchaba como pelota de fútbol, vejiga de bebedor de cerveza holandés, preservativo que hincha un niño. Tenían un talento especial para clavar la trompa chupasangre en los vasos sanguíneos más gruesos. Si se plantaban en la yugular, la arteria femoral o un conducto equivalente, en menos de un minuto dejaban a su alimentador más seco que un abadejo, más rechupado que la naranja de un beduino. Y el vientre se les ponía como un globo morado.
Sobre la cabeza tenían unos pelos largos, muy gruesos y duros, las antenas detectoras de alcoholemia. El olfato de las yeguas era más sensible al whisky que los tests de la policía de tráfico, mucho más. Captaban el alcohol en la sangre de un ser humano a quinientos metros de distancia. Un trago de cerveza bastaba para que la sangre del bebedor las atrajera con resultados fatales. Y caían desde lo alto como rayos de Dios. Los islamistas cairotas de entonces no eran shahid al jai, guerreros suicidas que persiguen el martirio; no lo fueron nunca; pero las yeguas de Zan el Din sí que lo eran, aunque por fatalidad genética y no por adoctrinamiento o lavado de cerebro.
El arma manual que usaban contra ellas los infieles era el cascayeguas, una pinza de acero acabada en cuatro muelas rematadas en garfios; entre sacamuelas y fórceps. Se atrapaba al insecto y tras arrancarlo de la vena o la artería que esquilmaba, o del escudo anti yeguas que los protegía, los trituraban como si fuesen nueces de coco de extremada dureza y resistencia.
Los creyentes tenemos prohibido beber. La tradición coránica manda que se nos apliquen setenta y dos azotes por embriaguez si somos soldados. Pero las yeguas iban mucho más lejos: castigaban con la muerte a quienes sin haber llegado a la embriaguez, cataban el sabor del pecado. Eran guardianas de la fe.
No puede decirse que la invención de las jalamalajas carezca de inteligencia y sentido de la oportunidad. Hasta los malditos asociadores puritanos que organizan ligas antialcohólicas se entusiasmaron con el carácter moral de esas pulgas, aunque a nadie escapase la maligna, diabólica intención de aquellos fanáticos, ni tampoco el carácter letal de los insecticidas clorados que usaron contra ellas. La pulga de diseño tenía un trepano semejante a un bisturí o escalpelo; era hemo-alcohólica y resistente a los insecticidas no clorados. Por eso el cielo de El Cairo quedo verde como un bol de lechuga invertido: para acabar con las pulgas la USAF lo saturó de insecticidas que mataban también escarabajos estercoleros, moscas, asmáticos, alérgicos, niños y viejos cairotas.
Los creyentes perdimos esa guerra y las yeguas de Zan el-Din desaparecieron para siempre. También porque el estado mayor califal había advertido, a la hora de evaluar la contienda, que los alcohólicos de tapadillo en Dar el-Islam eran más numerosos de lo previsto, y que las bajas producidas por las yeguas en la propia fuerza habían tenido proporciones pírricas. En efecto, hasta una esposa a ratos que tenía el propio Zan el-Din en los arrabales de El Cairo recibió la muerte del cielo en forma de pulga hiperbólica y hambrienta justo cuando acababa de zamparse un cubata de ron.
La segunda obra maestra de Zan el-Din, a diferencia de las feroces mega pulgas, es del todo positiva y pacífica: los cuasiecos. Una evolución del caballo cuyo genoma se perfeccionó incorporando al prototipo génico material de camellos y jirafas. Con bastante sabiduría, y sobre todo con mucho trabajo, Zan el- Din consiguió en su cuasieco las mejores aptitudes de cada una de las tres especies. Y con la nueva criatura, también de Dios, porque si Dios no lo hubiese querido no se habría hecho, y puesto que se hizo Dios lo quiso –en recta doctrina–, revolucionó la equitación, el turf y el arma de caballería.

Acerca del autor:  Daniel Alcoba

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