miércoles, 11 de diciembre de 2013

Sidereus nuncius - Héctor Ranea


Estaba por escribir algo sobre la lluvia, pero un ruido enorme en el jardín me sobresaltó. Al salir, uno de los grandes árboles del perímetro estaba caído y el desastre en el terreno parecía total. Mis rosales, los jazmines, el cantero de lirios, todo estaba en el peor estado. Al caer, el árbol levantó parte del terreno volcando una pared contra algunas plantas valiosas y todo el tronco estaba enterrado cuan largo era. Y no era el único árbol. Un vecino estaba gritando (yo quedé muda al ver el desastre) y por sus quejidos parecía que tres de sus árboles habían hecho daños parecidos en su terreno y el de sus vecinos más cercanos. En esos momentos ninguno podía sospechar qué había pasado para que ocurrieran esos derrumbes. Parecía un enorme globo. Gigante tanto como insólito.
Cuando me pasó el golpe inicial, empecé a ver cables, jirones de un material extraño para mí, pedazos de metal. Instintivamente los fui apartando hasta llegar al fondo del cuadro para asomarme al terreno vecino. Ahí se veía un enorme parche de ese material pero cubierto de algo que le daba un fuerte brillo plateado y había aún más cuerdas desparramadas. Todavía aleteaba algún pájaro moribundo aplastado por el árbol. Cuando dejó de gritar, el vecino me vio, me increpó echándole la culpa al árbol de mi terreno y se descargó en mí lo que pudo de su furia. Me alejé sin decir nada: ni ganas tenía de explicarle. Era inútil, el tipo estaba en su punto máximo de furia y nada mejor que una mujer para descargarla, por eso no le di el gusto.
Fuese lo que hubiera sido, la causa de la caída estrepitosa no era fácil de discernir, ya que los jirones no daban cuenta de la energía necesaria para semejante descalabro más parecido a un tornado o a una ola gigante que a un globo. Al desconcierto, debo agregar que estaba el de no distinguir ningún olor a combustible o a pólvora. Nada. Me contuve de llorar y gritar, más para no parecerme al energúmeno aquel que para no encontrar el equilibrio que todo el episodio había roto.
Por un momento todo se acalló. A lo lejos se podía oír el mar, de hecho. Los pájaros habían dado cuenta de su desastre propio y luego de un momento agitado, terminaron por volar de ahí. El vecino, que hubiera matado a su perro si llegaba a quejarse debió meterse en la cama con la cabeza entre la almohada y el colchón, sólo a llorar. Yo escuchando al mar me sentí por un instante dichosa.
Imaginé ese mar azul, una estela cruzada marcando la rompiente, mi sombra sobre las olas y no quise dejarme llevar por ese encanto antes de decidir que este era el límite para poner otra vez mis pies en el camino.

Acerca del autor:  Héctor Ranea

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