jueves, 18 de abril de 2013

Entonces, yo le dije: madame - Jaime Arturo Martínez


Durante noviembre y diciembre el ambiente es muy agitado en “La niña de oro “. Aquí hay más de cien mujeres de todos los colores, altura, peso y edades. Los fines de semana es un torbellino que crece y crece con la noche. La música nunca cesa, pues hay dos escenarios en que se alternan dos orquestas: “Los ángeles del ritmo “y “La casino del mar”. Como esta enorme casona está cerca del puerto, todo el tiempo se escucha el mugido del mar y la brisa inunda de arena las pistas de baile. La niña Chepa Machado es la propietaria y siempre anda pendiente de que todo permanezca limpio y que sus niñas se mantengan arregladas y complacientes.
A las muchachas las cambian cada cierto tiempo, algunas vienen del Sinú, del Magdalena, del Cauca o de las Sabanas. Como ocurrió hace cuatro días cuando la Niña Chepa me mandó al puerto de los Vaporinos para que recogiera a cuatro de ellas que venían de Riohacha. Cuando llegué, ya el barco había atracado y las vi sentadas encima de unos bultos. Me acerqué y me identifiqué. Todas se pusieron de pie y me saludaron de mano, la última me produjo una impresión que nunca había experimentado frente a una mujer, era más que hermosa y su piel se parecía al color de la vajilla china, que la niña Chepa tiene para su uso personal. Al verle sus ojos, me dije que me gustaría vivir en ellos por el resto de mi vida. Enseguida pronunció su nombre: Simone.
Mi oficio es el comprar todo lo necesario para el negocio y estar al tanto de las necesidades de ellas. A Simone le asigné el mejor cuarto, el que tiene tres claraboyas por donde se recibe el viento del mar. Por las otras me enteré que era francesa y que había viajado desde Marsella. La niña Chepa apenas la detalló, tomó el teléfono y llamó al capitán Robledo para ofrecérsela. Por lo que escuché de esa conversación, ella debería quedarse encerrada en su habitación desde ese viernes hasta el martes, ya que al capitán no le gustaban los barullos de los fines de semana y apreciaba mejor la discreción de los martes, cuando acuden pocos clientes.
Durante esos días estuve atento a sus requerimientos y como hablaba poco español, yo hacía lo imposible para saber que deseaba comer o que deseaba tomar. El martes a las siete y quince llegó el capitán. Entró como siempre, por la puerta lateral y lo conduje al cuarto de Simone, donde además de la cama se le había dispuesto un par de mecedoras y una mesita de mimbre, en la que estaba una cubeta con una botella de vino y dos copas. El capitán entró y cerró la puerta. Yo me quedé sentado en una banca del pasillo. Al rato escuché al capitán que vociferaba. Éste abrió la puerta y salió al pasillo en paños menores y me increpó porque el vino estaba agrio. Le di disculpas y enseguida le llevé otra botella que agarró de un tirón y se encerró de nuevo. A los pocos minutos se fue la luz y entonces el capitán montó en cólera, abrió la puerta del cuarto y salió abotonándose la camisa hacia la puerta lateral. Cuando sentí que su auto se alejaba, me levanté, fui hasta la ventana y me asomé. En eso vino la luz y procedía entrar al cuarto de Simone. Estaba en ropa interior y con los ojos llorosos. Yo procedí a consolarla, la atraje y empecé a acariciarle el cabello, el rostro, los brazos, la espalda. La desnudé y ahí sí que su belleza se multiplicó. Me tendí sobre ella y empecé a penetrarla al tiempo que ella iniciaba un contonear de caderas, como en una danza y lanzaba los gemidos más tiernos, mientras musitaba: oui, oui, oui…
Al salir de la habitación, cerré la puerta con cuidado y de la nada surgió la figura de Asdrúbal, uno de los ayudantes de la cantina, quien me dijo al oído: - Eres un suertudo, te montaste a la francesita! Yo no le respondí, pero me dije a mi mismo que a la suerte hay que ayudarla…con un vasito de vinagre en el vino y con un pequeño corto en el apagador de la ventana.

Acerca del autor:  Jaime Arturo Martínez Salgado

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