sábado, 26 de enero de 2013

El arranque – Héctor Ranea


—¿Arrancará después, Doc? —pregunta el ayudante de revisión instrumental—. Revisé la batería, pero nunca se sabe.
—No lo sabrá usted —contestó Doc Holloguay, inspector y emergentólogo con experiencia harto suficiente—. Yo sé que sí. Por las dudas, ponga las llaves, así no pierde tiempo. Es necesario que el líquido llegue al procesador lo antes posible.
—¡Esa la sé! Aprendimos que estos, en cuanto les falta el líquido se ponen frágiles.
—Tan frágiles como que se mueren, ¡idiota! ¡Y preste atención o le hago retirar el brevet de ayudante!
El pequeño colaborador tragó con dificultad la saliva y se calló la boca mientras Doc operaba sobre ese espécimen. Desde que habían entrado en el planeta aprendieron de mala manera cómo estaban hechos. Nada especial; además, envejecían, se extraviaban, morían. Una fabricación sencillamente de cuarta. Cosas así se veían en la Galaxia, pero tan malas francamente no. Hasta un ayudante de instrumental podía darse cuenta de qué calidad hablaban. Y con esto de la ayuda habían quedado varios que aprendieron cómo estaban armados para darles en lo posible cura a los pobres desgraciados.
—Me jode esto de las baterías, le digo. No nos mandan suficientes, Doc. No sé si tenemos que seguir tratando de que arranquen.
—No sé cuál pensará que es su misión, usted. Pero yo tengo el objetivo claro.
—¡Intente arrancarlos sin bateria! ¡Vamos, intente! No se haga el culo con arandela conmigo. Yo no seré Doctor, pero entiendo mi oficio.
—Tiene razón, pero no siga hablando sin ton ni son. Me distrae. Este ejemplar tiene la tubería anulada y no se ve dónde está la obstrucción. Deme luz acá.
—Bien —hace una pausa bastante prolongada—. No entiendo para qué querríamos conservar estos bichos. Huelen como el demonio. No tienen para nada buen carácter. Cada vez que pudieron atacarnos con éxito, le comieron la extremidad superior a nuestros camaradas.
—Pensaban que eran nuestros cerebros, no entienden que nuestra organización es diferente. Creo que buscan nuestro cerebro.
—¿Cerebro? ¡Ja, ja! ¿Qué es eso?
—Un adminículo que algunos de estos seres aún tienen. Al parecer, estos que arreglamos se alimentan de ello. Esta hecho de una sustancia grasa insípida que parece que los alimenta bastante. Por cierto, no parece servirles de mucho porque a torpes no les gana nadie, palabra.
—Claro que los otros no son amigables tampoco.
—¿Y que quería, usted? Son pocos y bastante adaptados aunque parecen en inferioridad de condiciones respecto de estos seres. Los llaman zombis.
—¿A quién? ¿A estos que queremos arrancar?
—Sí.
—¿No son de este planeta?
—Diría que sí.
—Venga... llamarse justo como el nuestro. ¡Ah, queridísimo Zombi!
—No quiero sensiblería. Cállese mejor y páseme el prevergador y la batería. Manténgase lejos, que cuando arrancan es cuando más energía tienen para atacarnos.
—¡Joder con estos bichos! Me vengo a explicar ahora por qué los de arriba quieren ayudarles. Ese nombre... deben pensar que son de los nuestros. Los Zombis perdidos de la cuarta brigada... ¡Toda una leyenda! ¿Qué opina usted? ¿Serán?
—No lo creo. Pero mientras allá en Zombi sí lo crean, seguimos teniendo trabajo.
—Espero, eso sí, que manden baterías para arrancarlos, porque el arranque cuerpo a cuerpo es doloroso. ¿Sabe las veces que me arrancaron la extremidad con su boca?
—¡Ni me lo cuente! Yo tengo mis experiencias también, no se vaya a creer. Bueno, ¡ya está, proceda!
—¿Arrancará, Doc?
—Pruebe, ayudante. Pruebe.

Sobre el autor: Héctor Ranea