viernes, 14 de septiembre de 2012

El origen de las quimeras - Serafín Gimeno


Y Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, al hombre solo, con atributos y solo. ¿Qué hacía Adán en el Paraíso para matar el tiempo?, un lugar en el que todo era un revoltijo de animales, de pieles y carnes palpitantes. Pues dar uso a sus atributos, eso es lo que hacía. Una noche estrellada se ayuntó con una yegua; de ahí el centauro. Una tarde decorada con el romanticismo de una luz crepuscular se enrolló con un águila; de ahí la arpía. Un día caluroso, en el estanque, se lo hizo con una carpa; de ahí la sirena, obviamente.
Vio Dios que aquello no era bueno, que la Creación se le desmandaba. Para remediarlo, estableció fronteras interespecies con fuertes costos arancelarios; aunque de vez en cuando algunas bestias, nunca mejor dicho, se saltaban la aduana y surgían los híbridos. Solucionado lo más urgente, Dios decidió proporcionar una compañera a Adán por aquello de que “no es bueno que el hombre este solo”. Una vez hombres y mujeres empezaron a pulular por los restos del Paraíso, pues éste ya había sido demolido para dar paso a la especulación inmobiliaria, aconteció lo inesperado. Cambio de roles, disforia de género, mujeres que pasaban a ser hombres, hombres que pasaban a ser mujeres, híbridos de variada y estimulante naturaleza. Y ahí fue cuando Dios, vencido por la libertad de sus propias creaciones, optó por abandonar el terreno de juego.

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