sábado, 25 de agosto de 2012

Cronocentrismo - Ezequiel Gaut vel Hartman


—Vea por ejemplo este párrafo —le dijo el doctor H a su colega, el doctor S:

Los antiguos de aquella zona debían echar sobre sus cuerpos unos elementos a los que llamaban “prendas de vestir”: estos elementos consistían en entramados ––a veces denominados “tejidos”— que podían ser de diferentes tipos y materiales, fabricados de modo tal que “siguieran” el contorno del cuerpo.

La pantalla, cuando percibió que ya nadie la miraba, se oscureció.
—¿Qué quiere decir esto? —preguntó el doctor S con genuina sorpresa mientras jugueteaba con su vello púbico, enroscándolo y desenroscándolo con su dedo índice.
—Quiere decir, ni más ni menos ––explicó H–– que esta pobre gente sentía el frío o el calor todo el tiempo; estaba obligada a percibir la temperatura sobre su piel”. —La idea era tan extraña que tardó uno o dos segundos en calar por completo en la mente del doctor S. Luego, tras un momento de reflexión, completó el razonamiento—: Y por eso se echaban encima… ¿cómo dice que se llamaban?
—Prendas —respondió H con un inocultable tinte de tristeza en su voz, compadeciéndose por la suerte de aquellas sufridas criaturas.
Los hombres caminaban en silencio, pensativos, tratando de hacer un esfuerzo por imaginar cómo sería la vida en tiempos tan bestiales.
—Debió ser insoportable —afirmó S; su compañero asintió apenas con la cabeza.
Con la vestidez de los salvajes en mente, los ojos de ambos hombres se levantaron, casi sin que fueran conscientes de ello, hacia la cúpula termohomeostática que cubría sus cabezas y se extendía hasta el horizonte, manteniendo el aire y la temperatura a niveles constantes.
—Realmente me cuesta imaginar un tiempo así; estarían todo el tiempo pendientes de la cuestión del clima, ¡imagínese! ¿Cómo puede una sociedad desarrollarse en semejantes condiciones? ¿Cómo tenían tiempo de hacer nada estando sujetos a semejante constricción? ¿Qué clase de cultura era esa? —exclamó el doctor S entre sorprendido y agraviado; era una pregunta retórica, naturalmente, por lo cual H permaneció en silencio. Era obvio que aquellas pobres y desgraciadas poblaciones del pasado simplemente carecían del tiempo suficiente como para pensar en algo más que no fuese la mera subsistencia; así de atadas estaban, así de penosa debía ser su existencia. Los doctores H y S no pudieron evitar sentir pena ante la vida terrible a la que los antiguos habían estado sometidos, ese pasado carcelario.
Empezaron a apretar el paso; los cinco minutos del descanso tocaban a su fin. Ya estaba por comenzar el turno de la noche, el turno de trabajo durante el semisueño.
—Y eso no es todo —agregó el doctor H a su colega el doctor S, deteniéndose justo frente a la puerta de entrada. Miró nuevamente la pantalla de su lector y éste reaccionó haciendo aparecer otro párrafo:

Los antiguos no sólo estaban constreñidos por esa demanda brutal que les imponía el espacio circundante; también estaban acuciados, podríamos decir, “desde adentro”. Eran agredidos por sus propios cuerpos: debían ellos mismos, por sus propios y naturales medios, evacuar sus propias entrañas…

El doctor S tardó un segundo en procesar la información. Era demasiado. Cuando finalmente comprendió lo que significaban aquellas líneas su cara se transfiguró. Su entrecejo pasó de estar fruncido por la incomprensión a alzarse en horizontales arrugas que contenían una mezcla de sorpresa y horror. Los ojos se le abrieron de par en par, al máximo, y su boca se redondeó en un círculo que era un “no” y un “oh”
simultáneamente; sin embargo, no emitió sonido alguno. Se miraron azorados. El doctor S comprendió que a él le tocaba enunciarlo, pronunciar las inconcebibles palabras:
—Desconocían la teletransportación uroexcremental —enunció el doctor S en voz baja, casi en un susurro, como en un trance, sin poder realmente llegar a creérselo. Su compañero, de nuevo, apenas si asintió tenuemente, condolido, incluso indignado, por la triste condición a que estaban sometidos sus antepasados.
—¡Por dios! —exclamó S horrorizado, saliendo de su trance—. ¡Vivían como los animales! Qué época tan atroz; ¡imagínese usted el dolor!
Ninguno de los dos pudo evitar la imagen de orificios brutalmente ensanchados y contraídos al paso de residuos monstruosamente acumulados. El doctor S hizo un desesperado mohín de asco y trató de apartar esas imágenes terribles de su mente.
Ninguno de los dos podía entender cómo se podía haber vivido en medio de tales tormentos físicos ¿Cómo hacían para no enloquecer?
—Seguramente ––dijo H con afán teórico––, estas penurias contribuyen a explicar muchas de las aberraciones del pasado, tales como las guerras, el hambre y el sexo no virtual. Aquella vida era un padecimiento constante, una tortura en el más literal de los sentidos, ¿cómo no iban a producir monstruosidades, si estaban inmersos en un incesante dolor?
El doctor S trató de imaginarse por un momento viviendo esa vida tan atroz. Al cabo de un breve segundo concluyó: —Yo no lo resistiría, estaría muerto a los dos minutos —dijo mientras se metía en la boca la píldora del semisueño, la que hacía posible aprovechar las 24 horas del día en forma ininterrumpida.
Mientras permanecían en silencio, aún azorados, uno o dos empujones de cuerpos desnudos que embestían rudamente hacia la entrada les indicaron que parados ahí estaban obstruyendo el paso. Los minutos de descanso se habían terminado. El sonido de la alarma restalló estridente bajo la cúpula. La marea de cuerpos, impetuosa, se incrementó; los extrajo del pasado y los arrojó con fuerza al presente, sacándolos del sopor que los embargaba. Agradecidos, se dejaron arrastrar por ella, y así, flotando sobre sus olas, ingresaron al viejo y familiar recinto.

Acerca del autor:
Ezequiel Gaut vel Hartman

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