Afuera, la noche era un largo y distante eco de perros.
Entonces sucedió. El semáforo cambió del verde al amarillo y
luego al rojo. Y pensé ¡qué terrible cuando el silencio forma parte de la
obediencia! No supe qué hacer, allí, en la soledad de la noche con mis
pensamientos azorados por el tiempo. Estaba solo, es verdad, pero acompañado
por algo que no me es fácil describir; aún así lo intentaré. Una sombra, una
irremediable extrañeza del aire, un suspiro amarillo expulsado de mis pulmones.
Las calles susurraban junto al llanto descorazonado de los sauces, la luna
espiaba a espaldas de la vieja casona de la esquina. Durante años y años en el
barrio se hablaba sobre cosas muy extrañas que acontecían allí; pero esa noche
en especial, entre el rumor hecho eco de los perros muertos, mientras el
semáforo en rojo me impedía el paso, la vi. Ella me esperaba en la puerta de la
casona, tenue, muy tenue y frágil. No caminaba, sino que danzaba en el aire y
me miró, me hizo un gesto amigable con su mano derecha y lentamente comencé a
bajar del auto. Lentamente, inexplicablemente, porque yo no la conocía pero
sentía que la había esperado durante décadas, la había esperado toda mi vida y
jamás pensé que la vería tan claramente a pesar de su transparencia y
fragilidad. No imaginé que sería tan amigable con un hombre como yo, que nunca
disfrutó nada, que nunca regaló una sonrisa a nadie si no era para pedir algo a
cambio, un hombre soltero de amargura, refugiado en el recuerdo de su madre, en
el olvido de su padre, un hombre sin lágrimas, sin miedos, sin sueños, con los
sesos rotos por el dolor de vivir.
Y allí estaba ella, sonriéndome con dientes dulces, con
manos etéreas, sin piernas que la aten al mundo deprimente en el cual he
vivido. Me quedé inmóvil, no podía seguir caminando hacia ella porque la
emoción que nunca tuve me apareció de golpe y fue demasiado para mí. Entonces
ella comenzó a flotar acercándose, tan suave, tan bella, tan melancólica en su
ser. Me tomó la mano, me miró a los ojos y pude ver el universo entero en los
de ella. Acercó muy lentamente sus labios, me besó. Y ahí sentí que nací de
nuevo. Ya no era ese desgraciado, era otro.
Será que el destino quiso que la viera, será que el semáforo
quiso morir allí, para detener el tiempo quizás, así en el silencio yo podría
apreciar la sombra más luminosa que haya visto la humanidad, al ser más hermoso
y tenebroso que ojo alguno haya contemplado.
Un camión, tan sólo un camión se interpuso entre nosotros y
dejó las palabras mudas y los ecos muertos en el olvido.
Nunca debí haber bajado del auto, nunca debí quedarme en medio
de la calle, mucho menos dejar que Ella me besara con tanta dulzura podrida.
Pero díganme si ustedes no lo hubieran hecho.
Acerca de la autora:
Micaela Álvarez
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Micaela Álvarez
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