domingo, 24 de julio de 2011

Elecciones – Anahí González


En mi primer día de clases en la Escuela N 11 me toca compartir banco con Etelvina cara de pánico y trenzas apretadas. Miro hacia atrás y ahí está ella, Euge, movediza y sociable, dispuesta al primer intercambio de palabras (es gracioso, cuando pienso en la Euge de ahora, también me la imagino hablando y moviendo las manos) No sé cuánto tiempo pasó hasta que decidimos dejar atrás a Etelvina y propiciar su mudanza a mi banco, pero fue una decisión tenaz: a partir de entonces compartimos pupitre los siguientes 13 años de nuestras vidas (toda la primaria y toda la secundaria, decimos con orgullo)

En cada foto de fin de año, esa en las que todos posamos de blanco con la maestra al costado y un cartel que indica el grado, aparecemos juntas. Basta buscarla a ella para saber donde estoy yo, y viceversa. En esas imágenes desfilan distintos peinados, distintas maestras, rasgos más o menos infantiles en nuestros rostros, pero siempre la misma ubicación. Una al lado de la otra como siamesas que se eligen.

Sólo una temporada pasamos separadas en el aula, no me acuerdo si fue en segundo o tercer grado. La señorita nos separó por hablar mucho y terminamos sentadas; ella con “Palito”, el más flaco del aula y yo con “Sendra”, el más rubio y cabezón. Euge decía “Seño, Palito se tira pepes”, pero aún así no lograba convencerla de la necesidad de volver a sentarnos juntas. Fue la época en que mordí el trasero de todos mis lápices en señal de aburrimiento o agonía.

Una vez, en primer grado, me largué a llorar porque no sabía picar con punzón el papel glacé. En el recreo Euge me abrazó, me consoló y caminamos por el patio de la escuela. Entonces le dije la verdad: “No lloro porque no sé picar, lloro porque extraño a mi papá”. Él estaba en diálisis en Buenos Aires a la espera de un donante de riñón. No sé que dijo Euge entonces, pero sí sé que a los seis años ya la había elegido para siempre.

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