viernes, 27 de mayo de 2011

La llamada del mutismo tieso - Juan Etchegoyen


No supo en qué momento pasó del sueño a la vigilia.
Tenía los ojos cerrados pero podía escuchar todo lo que sucedía a su alrededor. Ensayó abrirlos, pero por más que se esforzó los parpados y los músculos del cuerpo estaban tiesos.
A veces le pasaba.
Los médicos nunca habían dado con el motivo. Aparentemente era psicológico.
Lo único que podía hacer era no asustarse, la parálisis nunca duraba más de tres o cuatro minutos.
Oyó la voz de su esposa en la otra habitación hablando con alguien. No pudo distinguir lo que decían, sólo el tono. Eran su hijo y su mujer, estaban discutiendo sobre algo. No se llevaban bien, pero jamás habían discutido de esa forma.
Hablaban en voz baja, notaba resentimiento en las voces, le pareció escuchar un llanto.
¿Qué hacia su hijo a esa hora en la casa?
Algo andaba mal, ya tenía que haber salido de la crisis. Quiso llamar a su mujer, pero era como si no tuviera boca. Ningún sonido salió de ella.
Entraron en la habitación, por los movimientos eran dos personas. Olían a colonia de hombre recién puesta. Alguien se puso a hurgar en su placard haciendo ruido con las perchas.
—Este azul oscuro me parece que va a andar.
—Dale, que te ayudo a vestirlo.
—Dejá ya viene la ambulancia, lo hacemos nosotros en la funeraria.
Le explotó la cabeza. Entre las voces reconoció la de su amigo y médico de cabecera.
Necesitó gritar, quería decirles que estaba vivo.
Percibió el perfume de su mujer entrando en la habitación. Sintió que se acercaba, que lo acariciaba y le daba un beso en la frente. Después sintió que le cubría la cabeza con una sábana y oyó sus pasos saliendo del dormitorio.
Un alarido le nació en la mente y de allí no salió. Aulló, bramó, y no paró de hacerlo hasta que el chillido se convirtió en un ronco estertor.
La ambulancia, el olor rancio de las flores, los llantos y el sonido de gente desfilando a su alrededor dejaron de tener sentido. El tiempo se detuvo.
El olor acre del estaño fundiéndose para soldar la tapa del cajón y el silencio le trajeron resignación, un sosiego que nunca antes había conocido. Cuando sintió las primeras paladas de tierra sobre el cajón, pensó que, por su bien, ojalá estuviera muerto.

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