viernes, 30 de octubre de 2009

Un Crimen Pasional - Marcelo Difranco


Casi al mismo tiempo que terminaba su cigarrillo, Alex vio aparecer la imagen de Javier en el espejo retrovisor, caminando apresurado por la vereda. Volvieron las nauseas y el derrumbe de todos los órganos sobre su estómago, y el malestar intestinal que se agravaba al recordar que en el bolsillo derecho de su campera estaba el arma. Alex la tocó, esperando que se hubiera esfumado, para poner en marcha el auto y olvidarse del asunto de una vez por todas. En realidad, si lo pensaba bien, ya casi lo había olvidado, y solo se estaba dejando ganar por el orgullo, algo imperdonable en una persona racional e inteligente como Alex creía ser. Pero Javier seguía avanzando hacia el edificio, y tocaría el timbre de su casa.
Contestaría Carla, su esposa.
Lo haría pasar. Javier subiría.
Francamente, pensó en ese momento, la traición de Carla le parecía lógica, predecible y hasta perdonable. Hacía años que no se amaban y eran perfectamente conscientes de ello, pero ninguno iba a ser el primero en admitirlo. Pero lo de Javier era imperdonable. Una cosa es la traición amorosa: el amor a una mujer tenía un inevitable componente instintivo y fisiológico, algo irracional que estaba destinado a agotarse en algún momento. La amistad, en cambio, era algo absolutamente gratuito, en la que ambas partes disfrutaban sólo de la presencia del otro sin buscar nada a cambio. Algo inútil, pero por eso humano.
Ver a Javier tocando el timbre del departamento le parecía algo tan sucio que era capaz de convertir el dolor de las entrañas en odio puro. Imaginarlo en la cama con Carla era insoportable por ser la puesta en escena perfecta de su escasa fe en la humanidad. Hasta lo más sagrado, pensó, era aplastado por el instinto. Ese instinto que le hacía aferrar el arma y palpar suavemente el gatillo.
Nunca había disparado, pensó parado en la puerta.
La primera vez que los había sorprendido, en la misma situación, se sintió hasta orgulloso de haber vencido la locura del odio. En esa ocasión, Javier y Carla se habían avergonzado y humillado ante él, conscientes de lo monstruoso del hecho. El llanto de su esposa y la vergüenza de su amigo habían sido suficientes, al punto de haber sentido que esos dos monos en celo pertenecían a una etapa del camino a la civilización suprema que Alex había superado hacía mucho tiempo.
Una semana después, en la soledad de su nuevo departamento, el malestar se había hecho intolerable, y se maldijo. Maldito era por ceder a la animalidad, y maldito por aceptar la humillación.
En el ascensor lo sintió claramente.
No se lo merecían, no merecían su perdón. Esos dos hijos de puta. En mi propia casa, en mi cama.
Al abrir la puerta, la cabeza, en donde se estaba concentrando toda la sangre de su cuerpo, le estallaba en mil pedazos. Apenas vio la ropa tirada en el living, ya que sus ojos sólo buscaban la puerta de la habitación, y al encontrarla la abrió para encontrar la misma escena obscena de su amigo desnudo sobre su mujer desnuda. Pensándolo bien, las caras de sorpresa de Javier y Carla eran hasta graciosas, y Alex se hubiera reído con ganas si no fuera porque los dos disparos le hicieron perderlas de vista.
Le pareció conveniente disparar un par de veces más, hasta que la sangre bajara de su cabeza y dejara de golpearle los oídos.
Si hiciera un balance del momento, como haría una y otra vez en el futuro cuando volviera a sentir el malestar royendo su alma, la contemplación de la pareja muerta era realmente algo parecido a la felicidad.
Casi les hubiera pegado dos tiros mas, pensó mientras manejaba.
Alex sacó la chequera, esperando que el funcionario de BioClon terminara de imprimir la factura.
—Este mes no sé que pasó, se lo juro —dijo el funcionario—; no dimos abasto. Tuvimos un record de dos mil quinientos tres asesinatos, al punto que tuvimos que comprar, escuche bien, comprar clones a la competencia. A un precio vil.
Le extendió la factura a Alex, que casi sin mirarla empezó a hacer el cheque.
—¿Le sirvió? —preguntó el funcionario
Alex le extendió el cheque.
—¿Si me sirvió qué?
—Matarlos.
Alex pensó un instante.
—Si, me sirvió
—A mí me da un poco de lástima —dijo el funcionario—. Con lo que cuesta clonarlos. Los suyos estaban perfectos, iguales a los originales.
El funcionario miraba el cheque al trasluz, hasta concluir que era de los buenos. Finalmente, se dieron la mano y se despidieron.
Casi llegando a la puerta, Alex se volvió al funcionario.
—Digame una cosa. ¿Sufren?
—¿Quiénes, los clones?
—Sí, ¿sufren realmente?
El funcionario le ofreció su mejor sonrisa
—Claro que sufren —dijo, guiñándole un ojo.

1 comentario:

Ogui dijo...

Qué bueno el cuento y qué negra la perspectiva de una clonación en manos del negocio!