martes, 27 de octubre de 2009

Chateo pasional — Jorge Ariel Madrazo



Mi amigo, el periodista Enrique Pock, estuvo traicionando a su mujer de un modo asqueante, troglodítico. Pero Dios castigó sus excesos.
Al principio, la PC era para él un símbolo de la insoportable atadura laboral. Pero en los últimos seis meses Pock se pasó las noches en vela: solo, en piyama y pantuflas y con el enfermizo auxilio de una luz verde, mientras tipeaba con frenesí sobre el teclado blancuzco emitía sordos ronquidos de pasión. “Tengo tanto trabajo”, mentía a su comprensiva esposa.
Pock siempre fue callado. Los torrentes de locuacidad los volcó tan sólo en el chateo con la Otra (así, con inicial en mayúscula).
Escribía: Anoche noche soñé con vos. Estabas mona, parecida a la foto.
—Ella: “Mi mago, qué cosas decís, me calientan no sabés cuánto. Has de ser tan viril, mi amor…”
—Pock: Tengo ganas de tomarte una mano.
—Ella: “Ay, otra vez el fuego que me consume hasta hacerme perder el juicio. Esas porquerías que me decís me excitan, creo que voy a convertirme en una pecadora, Dios me valga…
—Pock: Sos linda.
—“No, no me empujes al desliz, mi bien… Ya me siento toda húmeda y ardiente. Como si un rayo flamígero del Señor estuviera hincándose en mis carnes corruptas, tan indignas de Él.
—Pock: Hoy formé tu nombre con la sopa de letras.
—Ella: ¡Mi salvaje! Voy a aferrar tu espada húmeda y roja, como un marlo desquiciador, y a correr loca por el prado, enajenada de placer…
—Pock: Je.
—Ella: Basta, no aguanto más, creo que deberé arrojarme por la ventana, tus palabras son más perversas que las de la Serpiente bíblica. Has hecho de mí una piltrafa de pasión, una mujer toda Eros y lista para seguirte al mismísimo Averno.
—Pock: Debes tener mejillitas suaves, ¿no?
—Ella: ¡Basta, mi Bestia! ¿Hasta dónde crees que podrás arrastrarme por el fango con esa elocuencia abrasadora? Aquí mismo abandono estos diálogos que han hecho de mí un ser malvado, despreciable; mi deseo de vos me llevó hasta a abandonar a mi madrecita enferma, soy tu esclava pero ya  me insubordino. Adiós, mi Henry. Nunca te olvidaré.
Y así, la verba apasionada de mi amigo le hizo perder a la única mujer que, quién sabe, pudo hacerlo feliz.

1 comentario:

Daniel Salvo dijo...

Aplausos y risas... no necesariamente en ese orden.