miércoles, 26 de noviembre de 2008

Drummer - Héctor Ranea


Estaba sentado frente a la batería como un camionero se sienta al comando de su enorme Scania y anda orgulloso por las rutas de la Patagonia. Era un Titán manejando un animal bestial enfrentándose a los dioses de los peores abismos, un semidiós con su cohorte de tambores, sonajeros y platillos. 
Había en el conjunto un par de platos de bronce bruñidos con martillos diminutos que tenía el aspecto de ser de piel de lagarto overo y que sonaba como deberían sonar los pies de Sayhueke cuando bailaba frente a sus amigos rogando que la nueva cacería fuera abundante. 
Tenía otros dos platillos enormes que centelleaban de colores por sus innumerables círculos arados sobre el cobre por una pluma de acero sacada, parecía, del ala de un ángel guerrero. Y diez platillos más que, como decenas de campanas con voces que convocaban a un amor salvaje, sonaban en el puente como un coro de niños de gargantas de bronce.
Los seis tambores, los redoblantes, el cuerno de metales preciosos, los cocos, las diferentes sonajeros del conjunto, todo se presentaba en esa discordante armonía que tiene la percusión.
En sus mejores momentos, el baterista parecía tener cien manos, doscientos pies, muchas cabezas. Gritaba como loco pero nadie podía oírlo de tan fuerte que resonaban los parches de Kevlar, los tímpanos de ónix, de lapislázuli, de orejas de diosas. 
Y así andaba el baterista, montado sobre esa máquina que hacía de motor en el espacio inerte, tocando piezas memorables como Moby Dick, esa suite para batería y voz del admirado y más grande de los bateristas. 
Viajaba acompañándose con su batería y su fervor, mientras tenía frente a sí el visor gigante donde se veía el cielo desde su puesto de comando. Él había pedido la batería, casi como una condición, para ir sólo en el primer viaje a Júpiter.

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