viernes, 24 de octubre de 2008

Kalístate - Cristian Mitelman


A Kalístate, hija de Euforión, en sueños se le presentó Afrodita para concederle el deseo que demandara. Ella pidió ser todos los días un poco más bella;  que el espejo le devolviera, jornada a jornada, una imagen que no dejara de menguar en esplendor.
Sólo los dioses pueden cumplir las más íntimas pretensiones de los hombres. (Sólo los dioses saben castigar cuando cumplen las más íntimas pretensiones de los hombres.)
En la primera semana, toda Chipre se congregó en torno de la casa de Euforión. Los jóvenes llevaron mirto y rosas como regalo; un marino que solía fatigar el Oriente le ofreció una copa que convertía a los rayos de sol en finas láminas de oro; un escultor le llevó una estatua que al ser rozada por la luz de la luna parecía entrecerrar los ojos.
Poco tiempo bastó para que la fama creciera por toda la Hélade y por las comarcas del este y del oeste. 
Comitivas tracias regalaron caballos más oscuros que la noche; de Atenas llegó un hombre que sabía hacer espejos cuyo azogue no producía ninguna distorsión en la imagen; las tierras de Hircania enseñaron elefantes que sabían arrodillarse, tigres amancebados, monos que recitaban curiosas lecciones de astrología. 
La isla se convirtió en un puerto obligatorio para los príncipes pretendientes, para los viajeros
que buscaban el saber, para los comerciantes, para los reyes que anhelaban hacer alianzas políticas.
Una mañana, en el preciso momento en que Kalístate salió a mostrarse frente a las nuevas comitivas, un hombre dio un grito y comenzó a llorar. Le preguntaron por qué lloraba.
He visto una belleza de la que ya no voy a volver. ¿Qué atractivos podrá darme ahora el mundo?
Nadie le respondió. Algunos  sonrieron y murmuraron  recriminaciones, pero la mayoría se limitó a contemplar a la muchacha, que solía exhibirse unos pocos minutos antes de volver a la alcoba. Esa día hubo un desacostumbrado silencio.
No tardó en llegar la noticia de varios jóvenes que se habían suicidado luego de haber visto a Kalístate. Ya nada de lo que la realidad les presentaba podía tener encanto: ninguna pintura, ningún cuerpo que furtivamente pretendiera enardecer el lecho. 
Un año después, si se la comparaba con Kalístate, cualquier mujer parecía un ser creado por las manos de un escultor ebrio. 
Los hombres comprendieron que ya no podían retornar a Chipre. La isla se despobló gradualmente de visitantes; muchos de los nativos decidieron que lo mejor era el exilio. 
Un anciano decidió tapear aquella casa y dejar sólo un pequeño resquicio por el cual pudiera pasarle un cesto con frutas y un cántaro con agua. 
Cuando la mujer murió, los que fueron a retirar el cadáver se taparon los ojos con vendas negras. No podían verla. No querían verla. La belleza había alcanzado contornos terribles.         

Libro de los tesoros alejandrinos.
Siglo II a. C. 

1 comentario:

Anónimo dijo...

Este tipo es un capo, es mi profesor de literatura!