viernes, 15 de agosto de 2008

La pradera, la casa - Ricardo Giorno


La casa de la pradera persiste quieta. La pradera no. No bien se ingresa, la casa muestra los dientes plagados de caries. La pradera, el cascarón cambiante.
La pradera explota una vez por año. Año tras año. La casa no cae.
Entrando en la cocina, la heladera ataca, mintiendo contenidos que no superan lo superficial.
La pradera muta cuadro a cuadro y permite que se falsifique la idea de eternidad. Y que debajo del verde, del caramelo y del dorado, nada recapacite. Sólo deja que madure un cuento que cuentan los que cuentan y que, generación tras degeneración, en la casa se hable de cada propio impulso en desmedro del prójimo.
La casa mira y respira. Y huele. Y apesta. Y es atacada y es defendida por miserias de pensamientos transparentes para que se asocie con escaleras circulares, tan grandes que parecen carecer de principio y de fin. Y que dejan que los hijos de los nietos en la pradera coloquen escalones en lugares donde el verde, el caramelo y el dorado reinarían, mientras que en la casa, el cuento que te cuentan los que cuentan sigue rodando escaleras arriba o escaleras abajo, donde no hay abajo, pero tampoco arriba.
La pradera tuvo principio y tiene fin. La casa lo desconoce.
Entrando en la sala la caja parásita acomete contra el sillón, solucionando problemas que no existen, corrompiendo la percepción de la pradera, que no puede evitarlo pues no entra en los deseos que no posee, y que, poniendo los pies al revés, tampoco se arregla, sólo se redistribuye.
A la pradera la mojan, a la casa también. Las manos son distintas.
La pradera lo ignora. La casa también.
La pradera mata para regenerar otras muertes. La casa de la pradera te mata el deseo de que la pradera te cobije.
Entrando en un cuarto de la casa, las señales te falsean en horizontal y simulan la importancia de vidas paralelas. A la pradera no le importa. A la casa tampoco.
Nada les importa.
Hasta el fin.
Nada.

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