Llovía como nunca. Agarró la botella con las dos manos
y se arrimó a la vidriera para observar la calle. Era ella, estoy seguro. Los
brillos que el empedrado soltaba recortaban como con tijeras las figuras grises
de la gente. El trasfondo de la avenida era brumoso e inquietante, hasta que
recordé que ella siempre estaba en ese café. Al momento olvidé todo, y entré. No
miré las primeras mesas debido a un primer miedo irreconocible. No quería
abruptos. La intriga me carcomió, pero insistí y me senté en la barra para
pasar un rato. Mientras preparaban mi cortadito, aguardé su realidad extraña
abrumar mis segundos. Y fue así, porque la botella golpeó la barra, muy cerca
de mis manos. Le dije que me había parecido verla, y sonrió sin abrir los
labios: esa mueca que se esquina en un costado de su cara, sin preocupación ni
miedo a perder muchas veces.
Acerca del autor: Cristian Cano
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