lunes, 2 de septiembre de 2013

Nos dimos de cenar - Héctor Ranea

Cuando me dieron el número de la sala de espera, supe que sería un problema. Iban por el 653, lindo número. Y a me tocó el 2496, par. “Cagué” —pensé. No hay cosa peor que un par para esperar en la cola de suministro de números.
—¡2496! —grita la megafónica—. ¡2496!
Me apresuro a su ventanilla. Estaba por cantar el número siguiente pero la paré en seco:
—¡Soy yo! No podía pasar entre tanto ciborg y robotitos de mierda. Disculpe mi francés.
—Usted es un yanki, seguro —me contestó desde el holograma—. Páseme su lengua por acá —y me pone algo parecido a una teta. Me pareció un tanto procaz, así que le pregunté:
—¿Esto lo hace porque soy yanki o porque tengo número par?
—A partir del 2493 es teta, señor —me dijo en modo impersonal.
Me mostré bastante molesto, pero pasé la lengua por la imagen holográfica multicolor de tamaño real mientras todos los concurrentes (calculo unos tres millares) reían. Acerqué la lengua con la sensación de humillación. “Hablaré con mi embajada sobre esto” —pensé, pero en ese momento toqué la teta y comprendí que había un mensaje oculto. La textura, sabor, temperatura era de teta, así que seguí con la lengua hasta el pezón, pero me paró en seco:
—¡Suficiente!— gritó—. ¡Su solicitud será resuelta en 3 horas! Espere, yanki libidinoso.
Todos reían. Yo estaba avergonzado.
A las tres horas y dos segundos, un pseudo-robot semi-angélico se me acerca y me canta el villancico 23, el salmo XXIII y el ordenamiento legal del Levítico en yiddish. Todo a velocidad de pettabaudios o más. Así que la visión angelical duró menos que el toque lingual con la megafónica.
Ella me tiró una mirada y comprendí que debía esperarla cuando saliera de la reclusión. Salí del palacio y esperé sin hacer sospechar al Pentasegur, haciéndome pasar por yanki que tomaba fotos a las muñecas comestibles prohibidas en mi país.
Cuando ella llegó, pensé que todos mis malos presagios se habían confirmado falsos. Era hermosa, más linda que en holograma. Salimos en búsqueda de un carpediem donde sirvieran buenos tragos pero ella quiso ir directamente a un restorán.
Ahí, ella comió mis manos en escabeche y unas partes de la entrepierna que prefiero no mencionar. Estuvo rico, según me dijo. Yo pude lamerla donde no había podido a la mañana. Comí partes de eso y un pedazo de costillas; otras cosas que comí no me parecieron gran cosa, pero esa sensación me la llevo para siempre conmigo. O al menos, hasta que me cambien la cabeza.


Acerca del autor:  Héctor Ranea

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