sábado, 31 de agosto de 2013

Dermis II - Cristian Mitelman


A los veintitrés años me recibí de Profesor de Dibujo en la Escuela Pridiliano Pueyrredón. Ejercí la docencia poco tiempo; no tardé en comprender que una rutina de timbres, pasillos y de notas se hallaba en las antípodas de cualquier forma de belleza. Lo admito, salvando dos o tres excepciones, no me interesaban los alumnos. Yo tampoco les resultaba interesante a ellos. Diría (sin temor a caer en un error filológico) que mi vida como docente se disolvió.
El dinero se agotaba y hasta entonces sólo había vendido unos pocos dibujos a una galería de arte semifantasmal que dirigía un conocido de mi padre.
Una tarde me llamó mi amigo Marcelo Franz. Había instalado en Once un taller  de artes alternativas que incluían el tatuaje.
Así fue como pasé a desempeñarme como tatuador de cuanto motoquero, hombre canoso con pretensiones juveniles o músico heavy con más tachas que notas en las manos existía.
Los modelos eran triviales: dragones, rosas y el nombre de hijos o amantes furtivas.
A fines de marzo (la tarde ya empezaba a insinuar el otoño) se hizo presente una chica que escapaba a toda lógica. Era muy delgada; su piel tenía algo de invisible.
Extrajo de su cartera un papel y  previsiblemente entendí que iba a mostrarme el dibujo que deseaba. Me equivoqué. Con voz irónica leyó un informe médico que hablaba de un cáncer con metástasis. Apenas terminó la lectura,  me dijo que esos párrafos le correspondían  a ella. No sé qué estupidez quise balbucear a modo de consuelo. Por fortuna no me oyó o no me hizo caso.
Se sacó la remera. Me enseñó los pechos y la espalda. Luego me marcó unas zonas ligeramente azuladas. (Supuse que esas marcas eran la forma de su enfermedad.)
—Seguí cada una de las estrías.
—Está bien, pero qué necesitás que dibuje.
Se rió.
—El dibujo no importa: combiná los colores: hacé de cuenta que sos un músico que elabora variaciones sobre un tema. Vas a ir trabajando cada una de estas líneas a medida que se vayan formando. No importa cómo quede.
Supuse que el dolor de las agujas en un cuerpo tan frágil iba a ser insostenible. Otra vez mis suposiciones fueron erradas.
Y así, a lo largo de dos meses, me fue internando en sus pechos, en su espalda, en la blanda porcelana de las piernas.
Lentamente se fue formando una especie de marea selvática. Debo decir que aunque quise evitar los arabescos, me fue imposible. Cada vez que ella regresaba (podían pasar diez o quince días entre una tanda y otra)  había nuevos filamentos que seguir, nuevas ramificaciones de inconcebible belleza.
La vi por última vez antes de que terminara junio. Recuerdo que el frío nos estremecía más allá del calentador que habíamos puesto. Ella se dejó dibujar, indiferente al temblor de mis manos.
Se miró en el espejo y al saludarme supe que ya no iba a regresar.
Pasaron los años. Dibujé mucho. Pinté mucho. En vano intento recordar esa flor que fui modelando en su piel. No hay tela; no hay color; no hay papel que sirvan. Tal vez cada uno trace en el mapa de los días un dibujo único y yo haya entrevisto esa forma que está más allá de la comprensión.

Acerca del autor:  Cristian Mitelman

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