miércoles, 24 de julio de 2013

La muñeca de mamá y papá - Virginia Cortés




El lunes Susana había decidido dejar de hacerse la tonta. Todas las señales iban apareciendo una a una, en los mismos tiempos que la vez anterior. La primera vez que notó el cabello de Sabrina más fino y quebradizo se dijo que era idea suya. Muchas veces pretendió que era torpeza natural de niño cuando a Sabri se le caía la cuchara, el pincel o el marcador rosa, su preferido. Incluso miraba para otro lado cuando detectaba el comienzo del rictus de una convulsión, de esas que habían sido breves y pasajeras al principio y que finalmente habían partido una columna vertebral. Recordaba el sonido de la fractura, como de huesitos de pollo masticados por un perro grande; un sonido fuerte de ruptura ósea primero, seguido del crujir de las vértebras astillándose. Los médicos desconocían cómo curar esa peste horrible. No había precedentes de casos anteriores. Más parecía una maldición que una enfermedad. Susana no siempre había estado loca pero hay que decirlo, lo estaba ahora.
La locura se había instalado definitivamente en esa casa con los primeros síntomas de la enfermedad de su primera hija, a los 5 años de edad. Marcos se había refugiado en su profesión con la cual se evadía de su dolor y del de su esposa también. Trabajaba día y noche y más de una vez se quedaba a dormir en su estudio. Con su profesión trataba de burlarse un poco de la muerte, pero en realidad le parecía una victoria artificial. Le dejaba un sabor metálico en la boca, como de edulcorante barato.
Cuando Susana quedó embarazada por segunda vez, les pareció un milagro. Pero también los miedos volvían junto con las ilusiones. Susana y Marcos ya no eran los mismos. La casa todavía olía a tristeza y abandono, a depresión y oscuridad. El jardín del frente no tenía flores y el del fondo tenía un pastizal desatendido y salvaje de años. Las paredes se descascaraban. La pintura se había aglobado en varios sectores y se desprendía en tiras, como cortezas viejas de un árbol añoso. Había manchas en los pisos que eran huella del agua que se filtraba por más de una gotera todos los inviernos. La casa entera hedía a humedad. La ropa en los cajones, entre las naftalinas, se llenaba de una pelusa gris oscura si no la sacaban seguido de sus nichos.
El martes a las siete de la tarde Susana prendió la estufa del baño. Dudó un instante y sacudió la cabeza como para librarse de un mal pensamiento. Abrió las canillas de agua fría y caliente para lograr la temperatura justa, de modo que al llenarse la bañera el agua no quemara la delicada piel de su niña. El agua estaba deliciosa cuando Sabrina se zambulló en ella como un delfín. La enfermedad aún no le había apagado el brillo en los ojos, no le había nublado el cerebro tampoco, reconocía todos sus juguetes, los colores, los aromas de su jabón y de su shampoo. Recordaba los nombres de sus amigas del jardín y los de sus tres novios. El nombre de su maestra, de su conejo de felpa lila y de todas sus muñecas. Pero las muñecas no le gustaban tanto, tenían esa mirada vacía y ese aspecto inmaculado, impecable, que sólo aquello que no está vivo puede tener. Le recordaban el trabajo de su papá.
La mamá salió del cuarto de baño por un momento. Era raro, jamás dejaba sola a Sabri cuando se estaba bañando por temor a que le pasara algo. Algo malo. Sabrina sabía por experiencia propia que sus padres vivían con el temor de que algo malo le pasara a ella. No sabía por qué, pero sabía que era así. A ella no le molestaba en absoluto. Sus padres estaban pendientes de ella en todo momento. Rara vez le decían que no a algo que ella pidiera y la hacían sentir una princesa. La vestían con ropas hermosas con volados y bordados y apliques y flores y todo lo que ella quisiera. Si Sabri quería ir con su mamá al super disfrazada de reina de las hadas, podía hacerlo. Si deseaba cenar sólo helado de crema con galletitas, podía hacerlo. Si deseaba quedarse toda la noche en la cama con sus padres mirando la tele, podía hacerlo, y sin tener que ir al jardín al día siguiente. Sus padres se quedaban toda la noche felices jugando con ella.
Susana volvió al baño con los ojos hinchados de llorar. La tensión muscular le ladeaba un poco la cabeza hacia la izquierda. Con movimientos rígidos y rápidos saltó dentro de la bañera, con su hija y tomándola por los hombros la sumergió hasta que la chiquita estuvo completamente acostada bajo el agua. Se clavaron los ojos de una en los de la otra por un momento, luego las manitos crispadas forcejearon cuanto pudieron, pero las manos mayores eran más fuertes y no cedían. Arañó en su intento ciego por defenderse, los brazos de su madre, el agua, los bordes de la bañera, el aire por sobre el nivel del agua y también su propia carita. “Marcos no podrá arreglar esto” se dijo Susana. Alzó, sin pensar, el cuerpo sin vida de su hija y lo secó con esmero. Le desenredó mecánicamente los finos cabellos, como siempre, la vistió hermosamente y la recostó en su cama como siempre. Como siempre. O casi.
El miércoles Marcos llegó más temprano de lo habitual a su estudio. No había pegado un ojo en toda la noche y lo aguardaba un día abrumador. Era un taxidermista de renombre. Un profesional reconocido por sus trabajos excepcionales hasta el detalle. Pero nunca había hecho algo como esto. Sin embargo se lo había prometido a su esposa. Le daría una hija que no pudiera enfermar. Una niña que estuviera siempre impecable, siempre peinada, siempre sonriente, con las mejillas siempre rosadas. Tal vez estaría sentada… o parada en actitud de desplegar su falda, luciendo su vestido de princesa.


Acerca de la autora:  Virginia Cortés

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