sábado, 20 de julio de 2013

El corazón de Hibernia - Héctor Ranea




Como con otras ciudades, fui al Dublin de Joyce para conocer el corazón de la Metrópolis de Hibernia. En el tranvía para Clonskeagh me tropecé al querer dar el asiento a un señor mayor y caí sobre la falda de una joven camarera del hotel donde estaba parando, que había sido un B & B pero sólo conservaba el nombre para los incautos.
—Disculpe usted —dije, con mi cara aún en su falda.
—¡Oh, no es nada señor! —contestó acomodándose mientras yo me incorporaba.
—Seguramente estaba pensando en tomar una cerveza —le dije— y me tropecé mareado por la stout antes de tomarla —reí; ambos reímos.
El viejo había hecho el ademán de alzarme pero pronto desistió. Yo seguía sentado en el piso cuando ya hablábamos con la camarera de pasear por los pagos de Mulligan y que ella se tomaría el día libre para ir conmigo hasta la Sandymount Tower para mostrarme dos pubs y un nuevo albergue que no sería tan caro como el pretencioso B & B donde ella trabajaba y entonces no me alzó sino que me acarició el pelo. Canoso como soy, estaba lleno de algunas cosas que tenía la señorita en su falda; entonces él me dijo, en tono de perfecto irlandés de r sonora:
—Si usted vino acá para recibir una monserga de Faraón, más le vale tomarse dos pintas en lo de Mister Quark antes que aceptar la oferta de esa señorita —dijo mirándola, mientras ella le miraba con obvio recelo.
—Ya hice mi elección, señor. Y no desdeño su gracia, le aclaro. Pero prefiero una pinta con ella —la señalo— que un viaje a Kilkenny en tranvía. Por cierto, usted me recuerda a alguien que conocí en Trieste, cuando seguía los pasos de Sciascia.
—Claro. Yo le hice de anfitrión en las ruinas del teatro romano. ¿Me recuerda?
—¡Cómo no recordarlo! Me aconsejó una trattoria donde comer pescado frito que, por cierto, resultó excelente. Pero acompañaré a la señorita, le ruego que me disculpe.
Ella se bajaba en esa parada, cerca de la torre del Almirante.
Miré al viejo cuando se retiraba el tranvía. Ella me esperaba, turgente y deseosa, en la parada de otro tranvía, el que nos llevaría a la gloria prometida. Me sentí Moisés, por un instante, desoyendo los consejos del gran Sacerdote egipcio. Y un relámpago hizo consciente en mí quién era el viejo. Pero ya era tarde, en el amplexo con la joven perdí todo, hasta la memoria de mi viaje. ¡Pero valió la pena, os lo aseguro!

Acerca del autor:  Héctor Ranea

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