domingo, 3 de febrero de 2013

La medianera - Diana Sánchez


Los golpes de martillo parecían atravesar la pared. Eran las siete de la mañana.
Me bañé, me vestí. Desayuné.
Volví del trabajo. Los martillazos se oían desde la puerta de abajo, rítmicos, incansables. Atronadores.
Cuando abrí la ventana, noté la grieta en la pared de enfrente. Me asomé. Restos de argamasa y de polvo de ladrillo descansaban en el patio de abajo cubriéndolo todo, como las cenizas de un volcán.
Apagué el televisor. Apagué el velador. Los martillazos seguían.
Entre sueños, vislumbré un hueco agrandándose en la pared de enfrente.
Di vueltas en la cama. Serían las tres. Me tapé la cara con la almohada. Volví a dormir y a soñar con el agujero en la pared. Ahora, era una mano sobresaliendo, intentaba señales con los dedos. Después, el brazo rozando el borde del hueco. Y el grito, débil al principio. El grito agrandándose hasta volverse desgarrador.
Al día siguiente, la grieta se había convertido en un hueco. El hueco, en el agujero del sueño.

Pasé dos días fuera de casa.
Los amigos, el buen vino y el jazz, me habían hecho olvidar por completo de la pared.
Sin embargo, antes de entrar al edificio, un escalofrío me recorrió la espalda.
Me apuré a subir. Abrí la ventana. En el agujero habían instalado con mucha torpeza, una ventanuca en la pared medianera, justo a la altura de mi ventana. Casi podía tocarla (yo, que tengo brazos largos).
Permanecí alerta esperando que alguien se asomara. Al anochecer, una luz débil palpitaba desde adentro.
Me quedé dormida frente a la ventana.
De nuevo la mano, ahora agitando los dedos. Después, el brazo. Y el grito leve, aunque tenaz, creciendo desde la quietud de la noche. El grito invasor, descarnado, partiendo la noche y adueñándose de mi silencio. De mi vida.
Desperté sobresaltada. Me acerqué a la ventana; me asomé y estiré lo más que pude mi brazo.
Sentí el roce de su mano y la sangre tibia, incontrolable, cubriéndome los dedos.

El avión salía a las seis de la mañana. Era un trabajo de investigación.
Cuando volví, después de ocho días, dejé el bolso sobre la cama y corrí a abrir la ventana.
La ventanuca había desaparecido. El hueco estaba tapado. El agujero rellenado y la grieta había sido reparada.
Me quedé contemplando la medianera hasta que la luna se perdió en el oeste.
Antes de cerrar la ventana, el grito desgarrador atravesó el aire partiendo la noche como un tajo en el desierto.


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