domingo, 19 de agosto de 2012

Inmortales - Daniel Frini


―¡¿¿Ah??! ―dijo Matusalem, llevándose la mano al oído, como pantalla
―¿Cómo dijo, m’hijita? ―cuestionó Gilgamesh mientras intentaba, con la mano temblorosa por el Parkinson, llevarse un pañuelo a la boca para limpiar un exceso de baba en la comisura de sus labios.
―¿Alguien habló? ―preguntó Peng Zi forzando la vista.
―¡Sepa, señorita, que en nuestra época se respetaba a los mayores! ―se enojó Matusalem.
―¡Habrase visto! ¡En mis tiempos nadie me hablaba así! ¡Respeto! ¡Eso es lo que se perdió: el respeto! ―se indignó Gilgamesh.
―¿Dónde está el papagayo? ―preguntó Peng Zi.
―¡Juventud perdida! ¡Nadie sabe guardar su lugar! ¡Mire, jovencita, yo modelé imperios mucho antes que su madre le limpiara a usted la cola! ―continuó Gilgamesh.
―¡He criado cientos de mocosas como usted, así que no le voy a permitir que me trate de esa manera! ―exclamó Matusalem
―¿Ven? Nadie me alcanza el papagayo y otra vez me hice encima ―acotó Peng Zi.
―Lo que ustedes digan, abuelos ―interrumpió la enfermera ―, pero en este geriátrico mando yo. Se me van los tres para adentro, porque está cayendo la tarde y se pone fresco ¡don Gilgamesh: no se olvide que tiene que tomar la pastilla roja! ¡Don Matusalém por acá, abuelo, por acá! ¡Señor Peng, no orine las plantas! ¡Y venga que le cambio el pañal!

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