viernes, 20 de julio de 2012

La viajera inestable — Ada Inés Lerner


El satélite transbordador nos dejó en una ciudad desconocida para mí, me encontraba sentada en la vereda tomando un café, tenía a pesar de su escasa población, un teatro de conciertos de música clásica, cuidador de los edificios antiguos y el diseño de los parques públicos era un deleite para los visitantes. Me sorprendía no haberla conocido antes. Un par de hoteles pequeños y moteles ofrecían a turistas y viajantes una buena taza de café, mesas para sentarse a discutir, jugar a las cartas, mirar a las empleadas, señoras y señores recorrer las vidrieras y para el viajero ocasional que quiere conocer dónde vivir historias fascinantes, que sabe que tiene una cita amorosa que acabará por cumplir.
Cuando me desperté aquella mañana vi que estaba sola en la cama. Mi compañero se había ido. Así, sin más. Me dejó una pequeña esquela:
“Querida amiga: me voy, aprovecharé la nave del Correos del Espacio. Te deseo lo mejor. Julio”
No puedo decir que me tomó desprevenida, algo me decía que nuestro amor eterno iba a ser breve. ¿volvería? Debo reconocer que no me sorprendió. Había sido una experiencia pasional agradable mientras duró.
La ciudad, si podía llamársela así, todavía estaba envuelta en la sosegada y silenciosa luz de la mañana. En la lejanía los cerros se elevaban recortando el cielo contra las lunas en órbita.
Recordé que aquella noche me fui a casa con Vicente. Y pensé en todo lo que en aquella ocasión me contó mi amigo. Y el tono cariñoso de una advertencia. volvió a sonar en mi cabeza. Sospeché que Vicente esperaba mantener una prolongada relación amorosa conmigo y por eso trataba de decepcionarme de otros pretendientes.
Alguna tarde después del amor escuchábamos música, no hablaba mucho de si mismo y sus ojos parecían contemplarme con curiosidad. Yo prefería conversar con hombres maduros, de buena situación y reputación. Un tiempo después me enamoré de un piloto, Julio.
Creo que Vicente sospechaba que el día que yo amara a otro seria el último de mi vida. Y creo que él imaginó los peligros y la locura a los que una fuerte pasión puede precipitar a la más sensata de las mujeres. Y yo no soy la más sensata, precisamente.
El día que Julio se fue de mi vida Vicente se presentó sin anunciarse. Miró, como si fuera la primera vez la habitación pequeña, el extenso ventanal, los muebles bien conservados y el sillón rojo oscuro de coloridos almohadones y me arrastró hasta sentarme junto a él. Sonaron las campanas llamando a misa y supo que nadie vendría por un rato largo. Le escuché complaciente y recibí sus demostraciones de afecto, de amor, con mayor emoción de la que hubiera esperado, me pareció que lo que yo sentía era la embriaguez del deseo y el convencimiento de haber entrado en una época quimérica. Vicente era todo lo que una señorita de buenas costumbres merecía. Y mientras paseábamos un día feriado, atravesando jardines con el cielo de primavera comenzó a dejarme ver el futuro que soñaba conmigo en Venus, con un empleo estable y una familia.
De ahí en adelante se produjeron algunos extraños sucesos, que en cualquier
caso quedaron sin explicación. Así, un día, a la hora de cenar me encontró en la Plaza del Sol en compañía de un elegante caballero. Vicente se detuvo, pero yo lo saludé con frialdad y continué caminando con aquel desconocido. Subimos a una pequeña nave de cabotaje y nos marchamos. Aparecí cuando estaban dando las doce de la noche con un ramo de flores silvestres en la mano y le conté que había estado en la casa de campo de mi amigo y que me había dormido sobre una pradera.
Cuando lo llamó su jefe para encargarle una misión peligroso alrededor del sol, sintió espanto -- así me lo dijo -- pero había hecho el juramento de cumplir con todas las misiones que el Correo de Venus le encomendara, a eso debía su buen pasar y su posición social. Desesperado y urgente clamaba su anhelo de que formalizáramos nuestra relación, que ya había alcanzado una intimidad y pasión que yo no podía negar, según él.
Yo sentía que todas las posibilidades seguían abiertas y me daba lo mismo pensar en lazos estables o inestables. La posibilidad de trasladarnos a Venus y establecernos no cambiaba mi sentido de la vida. La mañana que nos embarcamos Vicente dijo que me sintió extraña, lejana. Las noches de pasión fueron las de siempre, a veces como un torrente liberado, otras apacibles. Vicente se ausentó en un par de ocasiones por algo más de una semana porque los viajes en el sendero de Mercurio eran peligrosos y volvía agotado por la tensión nerviosa. En su primer viaje aproveché para ir al Valle de la Luna Verde donde una amiga y su hermano Jon cultivaban varias colonias ictícolas. Jon era un amante perfecto, poco estable en sus afectos. No era problema para mí, yo sabía que Vicente pronto volvería a saciar mi sed.
Uno de los siguientes viajes de Vicente se presentó como algo peligroso, debían acercarse más al sol y no estaban seguros que el flanco deflector funcionaría. Esta vez Vicente estaba nervioso, él y su compañero sabían que la temperatura subiría y no era una buena perspectiva de modo que debían controlar los desecadores. Si el aire no es seco duraremos poco, me dijo.
----Querido, ¡es peligroso!
Y en tales momentos Vicente dudó si me encontraría al volver, pero no dijo nada.
Era demasiado orgulloso y creo que él tenía la sensación que desde el primer día nada había cambiado, que yo era libre. Antes de éste próximo viaje sentí por un instante que le pasó la idea de despedirse de mí. Lo que nos separaría podía ser un accidente, un antojo, otro hombre, resultaba del todo indiferente. Pensé que tal vez fuera bueno que lo inevitable hubiera llegado tan pronto.
Sí, pensé despedirme de él.

Acerca de la autora:
Ada Inés Lerner

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