martes, 24 de julio de 2012

El disoluto - Serafín Gimeno


—Vuelve pasadas las oraciones de los matines, sin respetar el rezo ni la meditación que le sigue —aseveró escandalizada sor Andrea.
—Y su aliento huele a vino —aseguró sor Beatriz.
—Y sus ropas a perfume de mujer —remachó sor Gertrudis.
—A mujer de vida licenciosa —puntualizó sor Teresa.
—No se preocupen, esto lo arreglo yo —tranquilizó a las congregadas sor María, la madre superiora.
En el convento se oyeron las risas y los pasos de un hombre.
—Ahí viene —advirtió sor Ángela —. Hoy regresa temprano.
Con un siseo de atuendos negros y blancos, el corro se fragmentó. Las monjas se encerraron en sus celdas o fingieron dirigirse hacia sus ocupaciones. Sor María se arremangó las mangas de la orden, la de las Carmelitas Descalzas, y se encomendó a la tarea. Se escucharon sonidos metálicos, una serie de golpes bien atinados.
—Ya está, de ahí no vuelve a bajar —anunció la madre superiora—. Con el tiempo, los orificios de las manos han ganado en holgura y los clavos ya no sujetan. Le he clavado unos cuantos en los antebrazos.
—Pero esos clavos de más contradicen el Nuevo Testamento. La crucifixión que tuvo lugar en el Gólgota contempló la perforación de pies y manos, en el libro no se menciona el hecho de que fuera ensartada ninguna otra parte corporal.
—Hermana, poco a poco la Iglesia debe incorporar algunos cambios en la nterpretación del dogma. Aunque sólo sea en el número y situación de los clavos de Cristo.

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