viernes, 22 de junio de 2012

Triquiñuela indigna – Héctor Ranea




—¡Brava la pócima de la Madama! —dijo Benavídez, haciendo gala de su aptitud para la rima.
—¡Más brava es la morfina! —le contestó Peláez, de los Peláez del arroyo seco, descontando que su falta de rima no sería advertida por sus contrincantes al truco, dado que la misma palabra morfina convocaba bastantes enojos entre los presentes.
—¡Más vale, no la nombre! —dijo la Petisita del tablado—. Para mí es un tormento. Cada vez que mi suegro la tomaba, se le ponía verde el pescuezo.
—¡Eso era ajenjo, mocita! —le gritó desde lejos el Tape Ruibal, que se estaba levantando para irse y se fue nomás—. La toldería de mi china queda lejos —dijo como justificándose.
En eso se oyó la voz atronadora del viejo Bermejo Centella, un as para tenerlo de compañero en el truco, el mus, el sapo y la caza del lagarto overo.
—¡Por las zapatillas del Comisario Mendibélez! ¡Si se siguen confundiendo así, no quisiera que ninguno se recibiese de boticario, vea!
Tremendo silencio en el Bar de Zjopietraglia. Algo se escuchó caer de la pequeña copa acanalada que tenía en su mano la rubia Candorl, pero nadie se atrevió siquiera a mirar para ese lado.
—¡Sotretas, manga de atorrantes, ignorantes y faltos de imaginación! Sólo y para empezar —gritó el viejo—. ¿Desde cuándo la bebida se confunde con la inyección? ¿Me habrán metido vino en el Sanatorio o hablando por el teléfono me sacaron sangre de la nariz? —dijo con calculada sorna—. Se me hace que tienen los cables pelados del peludo que vienen trayendo. Mentira debiera parecerles, ¡hombres grandes, confundiéndose como niños en las faldas de la primera novia!
Todos bajaron la vista aún más, hasta que llegaba al suelo.
—Indigno de este pueblo, lo digo y lo repito. ¿Dónde se ha visto que uno se tome la morfina como si fuera ginebra o se vacune con ajenjo como para pasar la temporada de gripe? ¿Me va a decir que el caldo de pollo le cura las hemorroides al chancho de Jonás Bendía? ¿Me van a cuentear que cogotiaron al cordero recién nacido de Belencita la niña de los Rosales con agua bendita? ¡Pero por favor!
El silencio daba como para que flotara una medusa nocturna en pleno aire, sensación que crecía con el olor al mar cercano y al ruido del viento en las olas de la orilla. Nadie se atrevía a contestarle al Bermejo, que por algo tenía la voz más gruesa y más poderosa del pueblo. Pero del fondo del estaño, un muchachito remilgado y más flaco que una escoba sin pajero, de pocas pulgas por lo que se vio después, se atrevió a contestarle. Nada menos que enmendarle la plana al mismísimo Bermejo Centella, padre de contestadores, de payadores y domadores invencibles.
—Vea, Don Bermejo. No me quiero tirar contra usted, ni dios permita —empezó conciliador—, pero me parece que esta vez le erró al tacho fiero y me se hace que vuelca el pis para cualquier lado.
El viejo Bermejo acarició el pomo del puñal para ir calentándolo de a poco, porque si bien la venganza se bebe fría, el puñal, para matar, debe estar siempre tibio.
—La morfina —continuó el jovencito, ojos color de aceituna recién lavada—, le hace al que la recibe creer que de todos lados puede venirse un malón, pero no un malón de cigarras o de grillos destemplados, sino de piernas dormidas, de parroquianos del Bar ya sin cabeza.
A los parroquianos que escuchaban les comenzaron a temblar las osamentas: no se nombra, en lo más bonito de la noche, poco antes de que salga la Madama a bailar en el tablado, a la más oscura sombra de todas las pulperías. El jovenzuelo mequetrefe se estaba cavando la tumba, como si se llamara Chiclana, pariente de Jacinto.
—Y me permito decirle —dijo levantándose el pañuelo para que se vea el orificio de entrada de una lanza en medio del cuello— que sé de lo que le hablo. Por este agujero apenitas cerrado, pasaron una lanza, un aguijón, el filo de algún facón y no me acuerdo más, tantas son las ocasiones que quisieron desgraciarme sin tener éxito, le aclaro.
El juego estaba echado. Subieron los dos al tablado. Uno con el cuchillo tibio para caliente. El otro con una copa en la mano, inerme para más datos.
—¡No voy a despenar a un gallito desarmado! —gritó el viejo Centella—. ¡Alguien tiene que darle un arma, caramba!
Sin embargo, nadie se la ofreció ni regalada. Era sabida la triquiñuela del viejo Bermejo Centella y su hijastro, el Polidoro. Así les habían aflojado a los ingenuos varias facas en las madrugadas del Bar y ya no quedaban muchos de ésos, porque sin armas en el pueblo no duraban casi nada los paisanos.
—Esta vez van a tener que batirse a duelo de otro modo —sentenció la Madama, recién entrada al salón.
Padre e hijo fanfarrón decidieron jugárselo todo a un malambo, pero el corazón del Bermejo no duró ni cuatro mudanzas. Fue su última aparición de vivo. Después lo hizo muchas veces en los cuentos de la paisanada.


Acerca del autor:

No hay comentarios.: