miércoles, 20 de junio de 2012

Hybris - Nicolás Ferraiolo


Fue con fuego milenario en los ojos, como fuego apretado hasta ser agua. Así nos lloró el perro. Y un incendio convence.
Pero el auto seguía y me separaba del perro negro como la uña de la carne. ¿Pedirle a padre llevárnoslo? El coche avanzó paralelo a la linealidad de esa duda, hasta el freno de algodón de casa.

Nunca me olvido del perro. Sí, yo sé, yo me llamo Héctor. Es lo bueno. Nombre de padres cultos. Y Héctor no es no-Héctor. Eso también es lo bueno. Pero si me incendian y derrito qué no soy fundido entre las cosas, entre los pastos y la tierra.
Perro negro como un canto. Perro ensombreciente omnisciente. ¿Que de nuevo estoy con lo primero devenido a la mente? Ay santo Dios, Vos me entendieras...

Yo no me iba de ese fuego, padre me llevaba lejos: pasivo yo el fuego me cundió, sin huir ni tirarme. Estático, clavado, el fuego resentido en milenios se me hundió en los ojos. Yo ya no era el mismo. Tenía algo adentro. Un perro negro arrastrándose. Pero llegados al hogar ese día, lo mismo de siempre: padre y madre gozaban la literatura y las películas. Se consumían durante la mesa los nombres que yo preguntaba. Mi hermana no los desconocía. Éramos cuatro.
Yo no hablaba. Negro era. ¿Quién se preocupa de que yo no hablaba? Héctor.

Pasado el tiempo, esa cosa sin cuerpo y que se mueve, empecé a querer a mi hermana: incipientemente sospechaba que siempre hay una configuración respetable, una rígida magia entre los lazos. Una tarde jugábamos en el jardín andaluz. La miré, empecé a quererla como bien dije, a ella, a la más chica y la más culta. La quise. Solté la pelota roja. Me agaché lo suficiente. Le probé los labios, como la uña de la carne. Era negro. La apreté contra mí, la apreté como una rosa y los pétalos caían como plural de Caín, diría un poeta. La tierra del jardín los recibía, para eso está la tierra, diría otro; tierra muerta como casa de los vivos; tierra seca, y el polvo anocheciendo el juego de ir llevándola del pelo. No arrastrarla, la llevaba conmigo. Uña en carne.
El polvo me aburría. Pero fue curioso oírlos, vueltos del teatro, a madre y padre gritar como nenes confundiendo la lección, quizás por el polvo. Gritaban ¡Soltala! ¡Soltala! ¡Soltala! Y más polvareda más anochecía. Más gritaban, más fuerte la llevaba. Más fuerte. Más fuerte. Me reía. ¡Soltala Santo Dios! ¡Soltala Héctor! ¡Héctor! ¡Héctor! Suplicantes, abrí las manos.

Acerca del autor:
Nicolás Ferraiolo

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