sábado, 13 de agosto de 2011

Los Ojos Grises - José Fernández del Vallado


El piso se quedaba en buhardilla y la cama era una rinconera de estuco adosada a la pared. Era un verano de días sofocantes y noches sin estrellas. Despertaba cansado, encogido de través junto a Alicia.
Sentado en la cafetería “El Brocal” recogía la mosquita que había caído en el café cuando ella cruzó. Pasó caminando deprisa, el labio mordido, un collar de perlas grises y un matorral de cabello azabache sujeto con un pañuelo verde. Se detuvo un instante y siguió caminando. Pagué, me levanté y la seguí.
Aquel día descubrí que trabajaba en la peluquería “afro” que había en la esquina de la Calle Mesón de Paredes con Embajadores, y se llamaba Belice.
En aquella época yo tenía un pequeño negocio de restauración en el centro. Aparte de trabajar catorce horas diarias, comprar, servir a los clientes y yacer de forma desganada con Alicia, sosteniendo un amor insostenible, no hacía nada relevante, excepto emborracharme y vomitar amaneceres.
Desde entonces, cada día, yo estaba sobre las diez sentado en el bar El Brocal para verla pasar al otro lado de la cristalera con el cigarrillo en la boca y la mirada perdida.
Un día Alicia quiso hacerse un peinado, le sugerí la peluquería “afro,” me dijo que ir sola le daba vergüenza. Esperaba que lo dijera.
Entramos, nos envolvió un perfume denso. El mismo aroma desprendía Belice cuando me acomodé a su lado. Por primera vez, cohibido, la miré a los ojos: Eran torbellinos de pasión de un gris intenso.
Trabajaba tarareando una melodía que repetía sin cesar.
Belice era de un país de África, no recuerdo cuál. Hay tantos, todos tan pobres y desdichados...
Desde aquel día cambié de peluquería, me cortaba el pelo Belice.
Siempre pensaba en decírselo; en invitarla a salir, y la palabra nunca brotó de mis labios.
En Semana Santa, en Madrid, a todos les da por viajar y Alicia no era excepción. ¿La echaba de menos? No, para qué mentir. Tenía el colchón para mí y, además, a Belice.
Luego Alicia regresaba y cuando le hacía el amor pensaba en Belice; tras el trabajo salía, tomaba una copa en un bar y me quedaba observando fijamente a las chicas, y cualquiera de ellas, o todas, se convertían en Belice; caminaba y oía la melodía de Belice; comía y Belice estaba acomodada a mi lado; me duchaba con Belice...
De pronto nada importaba sino estar al lado de Belice. Empecé a necesitar ir todas las semanas a la peluquería, para cortarme el cabello y sentir las manos de Belice, el aliento de Belice, el sudor de Belice, la sonrisa de Belice, hasta que acabé sin cuero cabelludo y rapado, sin embargo, eso tampoco me importó.
Un día desperté y descubrí, primero con estupor y a continuación con regocijo, que Alicia había desaparecido y en su lugar olía a Belice. Giré sobre el colchón y todo estaba blanco y limpio. Se abrió la puerta y Belice entró portando una bandeja con el desayuno, la depositó a mi lado, me acarició la cabeza y dijo:
—Desayunas y luego te vas a la peluquería. Te espero.
Aprendí a vivir en armonía. Estaba con ella a todas horas. Me bañaba, me daba el desayuno, la comida, la cena, hasta que dejó de llamarse Belice y pasó a ser la celadora de un hospital, y yo me recuperé de la enfermedad.
Volví a mi barrio. Encontré la buhardilla conservada y pagada; nunca supe por quién; no volví a ver a Alicia.
Vagué sin rumbo hasta que comprendí que sólo me sustentaba un deseo: Volver a ver a Belice. No supe a quién recurrir ni qué hacer hasta que alguien me dijo lo de la ONG en África.
Estuve en muchos países y tropecé cincuenta, cien veces, con Belice. Nada más verla corría a ella, la tomaba de las manos, se giraba y me encontraba con unos ojos negros como simas, que me miraban gentiles o furiosos, y no eran nunca los de ella.
Desalentado y sin saber qué hacer terminé por recurrir a un chamán. Cuando supo que buscaba a una persona me pidió un objeto de su pertenencia. Le di el collar de perlas que me había regalado. Una vez que el collar estuvo en sus manos, se le volvieron los ojos en blanco, experimentó una sacudida, volvió a mirarme y preguntó:
—¿Tiene los ojos grises, como las perlas del collar, verdad?
Asentí. La expresión de su semblante cambió, echó la cabeza hacia atrás, gorjeó, me volvió a mirar y preguntó:
—¿Cantaba?
Ilusionado, asentí de nuevo.
Su boca se abrió y de su voz nació una melodía y finalizó. Cerró los puños y proclamó:
—Es Dahomey, un cántico de adoración y ayuda a los espíritus.
Prosiguió:
— Si tiene ojos grises es porque nació entre las perlas grises del Níger. Es un alma resucitada por un hechicero y vaga con una razón: robar el corazón de quienes enamora. No vuelvas a ella. Está poseída, funde el collar, es su corazón.
Tomándome por un brazo, siguió:
—Escúchame. Sólo dos clases de hombre tienen los ojos grises. Unos, los mercenarios blancos que asesinan, y otros, los "kikongo nzambi. 1 " Suelen ser mujeres y hombres de aspecto saludable que vagan por el mundo.
Sonrió y me invitó a que lo siguiera hasta el oscuro interior de la choza, se dio la vuelta con un tarro, y me dijo:
—Aquí hay diez mil novecientas cincuenta semillas obtenidas de una planta para que la magia del vudú sea blanca y tenga efectos apacibles que oculten tu enfermedad. No dejes de tomar una un solo día de tu vida y vivirás feliz durante los treinta años que te duren. Si se te acaban y sigues con vida, mejor será que mueras o vuelvas a buscarme. Seguiré estando aquí, siempre ha sido así.
Regresé a España, abrí un negocio, me casé con una joven gitana y fui muy dichoso, pero nunca le conté mi secreto. Al segundo año tuvimos una hija.
Sus ojos son grises.

NOTA 1: Kikongo nzambi: zombi

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