miércoles, 30 de marzo de 2011

Arena - Fernando Puga


El faro que desde lo alto socorre a los perdidos. La nena que juega en la playa. La familia que levanta campamento y se va al atardecer. La nena que allí queda, olvidada en la arena mojada al borde de la espuma. Entretenida con su balde y su palita, construye un castillo con túneles, almenas y puentes levadizos. Sueña. Se distrae.
Cae la noche. Sólo la luz del faro parpadea. La nena se acomoda entre la arena y la arena le improvisa una cama exacta para ella. La nena se duerme en el patio del castillo que construyó en la arena de la playa, junto a la espuma del mar.
Vienen las olas. Se acercan, se alejan. Cada vez se acercan más de lo que se alejan. Rozan la muralla del castillo. La desmoronan. Con su espuma inundan el recinto donde duerme la nena y la hacen reír con sus cosquillas. La nena se despierta y se pone a conversar con el arrullo de las olas. La risa de las olas es la risa de la nena que va hacia lo hondo.
Los ojos abiertos del mar se sobresaltan con la música que las olas traen desde la playa. Se abren aún más. Esos ojos se cuentan la sorpresa de la risa y se contagian. Encantados, nadan detrás de las campanas que agitan las aguas donde moran y llegan a la orilla. Abrazan a la nena, la acarician. La invitan a viajar a lo profundo y ella va y lleva con ella sus sueños de princesa.
Por la mañana, sólo gotas de luz sobre la arena.

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