domingo, 20 de febrero de 2011

Los martes, fideos de moñitos - Silvia D'Imperio


Ordena lentamente los papeles que un minuto atrás recorría y marcaba con minuciosa, obsesiva prolijidad, su lápiz negro no. 5 de punta afilada. Había tildado cada uno de los números de la lista por cuarta vez, tal como lo exige su tarea. Ahora guarda esos papeles en una bandeja pulcra y gris.
Se levanta y acerca la silla al escritorio en un gesto que clausura su lugar de trabajo hasta el día siguiente, cuando el mismo gesto recorra el camino inverso.
Descuelga de la percha su abrigo gris. Se lo pone y sale, no sin antes apagar la gris lámpara del escritorio.
Camina las seis cuadras que lo separan de su casa. Se detiene en la verdulería y compra las tres frutas que consumirá por la mañana.
También compra el pan. Compra la leche. Y compra, sin pensar, el paquete de fideos moñito: los de cada martes. No hace falta comprar la salsa; sus fideos no llevan salsa, apenas un chorrito de aceite de girasol y muy poca sal.
Abre la puerta, enciende la luz del diminuto living: primero la grande, y luego la lámpara sobre el sillón tapizado de cuerina verde. Entonces vuelve sobre sus movimientos y apaga la de arriba.
Se quita el abrigo. Lo cuelga en una percha idéntica a la que tiene en su oficina y lo suspende del marco de la ventana, para que se oree…
Se quita el suéter verde, lo extiende en una silla que acompaña a su mesa de luz, porque es bueno dejar respirar la lana, Arnoldo. Después de usarla, nunca la guardes enseguida.
Se pone una camiseta muy grande y muy blanca.
Sin descalzarse, se quita los pantalones, los dobla haciendo coincidir las rayas de ambas perneras y, así alineados, los cuelga.
Se pone unos joggins deformados y raídos de indescriptible color.
Siente que se siente distinto.
Entonces, ahí sí, se quita los zapatos…
…y mira hacia arriba, respira lo más hondo que puede, se estira, se levanta, se despeina.
Y comienza a girar.
Y gira. Primero gira lento con los brazos extendidos como alas. Y gira.
Va levantando vuelo, suave. Vuela alrededor de su minúsculo living, esquivando la lámpara-ventilador del cielo raso. Ve su mesa, los fideos moñito, el abrigo suspendido y el suéter de lana tomándose un descanso.
Vuela de una punta a la otra, y en cada vuelta se percibe más ágil, más liviano y transparente.
Disfruta viendo que su vuelo va dejando estelas de luz sobre las cosas: el sillón, el abrigo y los fideos ahora brillan, y él mismo es pura luz como una estrella.
Siente la cara encendida y el corazón trotando imparable al ritmo de su vuelo. Es consciente de ese loco latir, de ese expandirse. Entonces, a punto de salir por la ventana, lo piensa mejor.
Y se detiene.
Y baja.
Y aterriza en el parqué.
Deja caer los brazos, que vuelven a colgar a cada lado de su flacucho torso.
Echa al agua los fideos, y al rato los come despacio.
Reclinado en su verde sillón, iluminado por la lámpara, lee dos poemas —Arnoldo, bien que mal, tiene sus fantasías.
Se lava los dientes y se acuesta.
Ya casi adormecido y por primera vez en todo el día, se le escapa una sonrisa, único signo de placer con nadie compartido.
Se acomoda —apenas un breve movimiento—. Y se duerme sin siquiera permitirse la más mínima arruga entre sus mantas.

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