martes, 11 de enero de 2011

Noche tras noche, la misma luna - Griselda Frini


La noche es cálida y tranquila. Lejos de la ciudad el silencio tiene más valor, las estrellas reflejan viejas lágrimas derramadas y por la ventana de la casa humilde se logra entrever la luna que él le regaló hace muchos años, cuando la casa era confortable, las lámparas rústicas colgaban del techo del living, la cama tenía sábanas blancas y el amor estaba ahí.
¿Cómo poder conciliar el sueño?. ¿En qué cosa agradable se puede pensar? Quizás recuerda la tardecita en que, libros en mano, entró a la biblioteca de la facultad o el café que tomaron en la barra de un bar, a media luz, mientras Louis Armstrong cantaba It’s a wonderful word…, conquistándolos a ambos; o la rosa carmesí robada al placero, el mismo que los corrió dos veces por besarse a los pies del monumento al prócer.
Tantas preocupaciones hicieron que dejase de volar hace tiempo. Da media vuelta, para no ver más la luna. Se tapa la cabeza con la almohada como si así pudiera evitar los recuerdos. Vuelve a pensar en la leche que no compró para el más pequeño de los cuatro hijos, el dinero para pagar la factura de la luz que ya venció, el trabajo que debe presentar y aún no termina…
Y el peor de todos los pensamientos está ahí otra vez. Como siempre, regresa y la petrifica, le hiela la sangre, le corta la respiración. Intenta evitarlo con otros mejores o peores… pero “ese” en particular, “ese”, vuelve.
Adónde está. Qué pasa que no viene. Le ocurrió algo.
Se levanta despacio. No hace ruido, para no despertar a los chicos. Toma agua fría de una botellita de coca, en la heladera casi vacía; y escucha para ver si percibe algún ruido. No. Son los gatos.
Otra vez recurre al auxilio de la luz de la luna. Ahora es para revisar que las mochilas estén preparadas, los blancos y planchados guardapolvos en los respaldos de las sillas de caño, las gomitas para el pelo de las nenas estén junto al cepillo “que no tira”. Sube la escalera lentamente, sin pisar el tercer escalón, que tiene un clavo flojo y rechina si lo toca. Mira a los chicos uno por uno.
Al mayor, el que dijo “basta ma, separémonos”, lo tapa con una frazadita liviana y lo besa; a una de las nenas le desata el cabello y también la besa; a los dos más pequeños, a los que sonríen más a menudo, les hace la señal de la cruz en la frente.
Escucha un auto que llega a la puerta de casa. Un par de gritos. Risas. Un “nos vemos mañana” y el auto se va. Ella corre escaleras abajo, salteándose el escalón número trece y entra en la cama. Se cubre con las sábanas y cierra los ojos como si quisiera dormirse en ese preciso instante y despertar cuando el reloj diera las siete. Pero sabe que no va a ser así.
La llave que golpea la puerta sin encontrar la cerradura. Abre. Saluda a la Negra, que ya ni mueve la cola. Habla en voz alta y enciende la luz.
Ella no alcanza a escuchar lo que dice, pero ya sabe el discurso de memoria. Analiza los pasos. Los movimientos son siempre los mismos. El se da vueltas, cierra la puerta sin llave, camina como puede, tropieza con el desnivel de la sala. Y empieza a llamarla.
Ella, reza en voz baja: “Dios te salve María, llena eres de gracia, el Señor es contigo” nunca falla. Si reza, el trámite es más corto. Un par de preguntas que pegan en el alma… pero nada más.
No. Parece que hoy no está nada bien. Va al baño y demora mucho. Por el ruido, ella sabe que vomita. No tira la cadena, pero apaga la luz. Se acerca. Intenta subir la escalera. No puede, a los niños no los va a saludar. Mejor. Se sienta al borde de la cama y tapa la luna con su cuerpo. El olor a cigarrillos y a alcohol inunda el ambiente. Ella piensa “mañana tendré que poner sahumerios”.
El pregunta si está despierta. Le cuenta que les ganó al Cana y al Tipí unos pesos jugando al truco, pero se los tuvo que pagar al dueño del boliche que otra vez le cobró de más.
Se desviste, se acuesta y no se tapa. La busca y la abraza. Ella sigue de espaldas, pero siente ese abrazo y tres minutos después sabe que ya se durmió. Ella se separa de ese abrazo, no quiere que la toque. De todas maneras lo tapa un poco.
Ahora si empieza a descansar. Pobre, es un buen tipo. Las cosas están mal. Las cosas le van mal. Pero hoy está feliz, ella sintió que él está feliz. Sólo se durmió, nada más. Entró y se durmió.
Intentó mirar el negro de la noche y cerró los ojos. Es tarde. Quedan pocas horas de sueño. Quiere dormir, pero las estrellas reflejan viejas lágrimas derramadas y por la ventana de la humilde casa se logra entrever la luna que alguna vez él le regaló.

1 comentario:

Martín Rabezzana dijo...

Muy buen cuento; expone una melancolía por lo pasado que lejos de ser negativa, es positiva por ser necesaria la concientización de lo bueno ya pasado para apreciar a lo bueno siendo presente.

Martín Rabezzana