martes, 14 de diciembre de 2010

La partida – Armando Azeglio


Nunca supo con exactitud cuál fue el momento, el instante en el que se terminó de mimetizar con la ola gris de oficinistas que a las siete de la tarde volvían a sus casas. Cientos, miles, millones en todo el mundo iban y volvían a sus trabajos detrás de las mismas cosas: mismos autos, mismas vacaciones, mismos objetos, mismos tipos de relaciones. A eso le llamaban libertad. A la posibilidad de elegir entre un tipo de gaseosa u otro. A eso llamaban policromía, a la mezcla apremiante de tonalidades que surgía de los anuncios publicitarios. Gris, no había colores.
Lo cierto es que un día se vio a si mismo con los mofletes caídos vistiendo esa coloración. Se vio a si mismo átono y mirando mas allá de las vidrieras. Sentía un agujero negro en el centro de su alma que devoraba todo lo que el percibía: casas, autos, homo sapiens disfrazados.
Llegó a su departamento. Lo esperaba una mujer inverosímil. La escrutó vacilante. Con minucia. Con cierta incertidumbre.
—Vamos —le dijo ella—; ya es suficiente.
Él tendió su mano.

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