viernes, 23 de abril de 2010

El Loco Serenata - Beto Mansilla


No se me ocurre qué edad tendría. Seguramente no era demasiado viejo. Sin embargo, la barba y el pelo desgreñado le daban un aspecto de persona mayor. Se paseaba por el andén de la vieja estación con un libro bajo el brazo, y sus ojos oscuros brillaban cuando se oía a lo lejos el silbato de un tren. A veces canturreaba, sentado en el suelo, con los pies colgando sobre las vías. No sabíamos de dónde había salido. Apareció un día, y ya no se marchó. El Loco Serenata, lo bautizamos los adolescentes del pueblo. A veces nos sentábamos a su alrededor. En esas ocasiones, él nos lanzaba miradas de soslayo, como si fueran relámpagos que iluminaran su rostro.
Un día, el Gordo Bortolini, el peor de la división, dijo que tenía algo importante para mostrarnos, y que tenía que ver con Serenata. Fuimos en grupos de dos o tres. Nos acercábamos y formábamos un círculo en torno al loquito, que nos miraba de reojo, pero no se movía del lugar.
Cuando estuvimos todos, el Gordo buscó dentro del bolsillo del pantalón y sacó una caja de fósforos. Serenata se levantó bruscamente, mirando con atención el objeto. Su cara se contrajo en una mueca de desagrado. Por primera vez lo oímos hablar: “No, no. Mal. Mal.” Y hacía un gesto negativo con la cabeza. El gordo se cagaba de risa, y hacía sonar los fósforos dentro de la caja. Las palabras se transformaron en gruñidos de animal. Bortolini entonces sacó un fósforo e hizo ademán de encenderlo. El otro empezó a gritar agarrándose la cabeza y haciéndose un bollo sobre el piso. Le gritábamos al gordo que se detuviera, pero el imbécil parecía poseído: se reía cada vez más fuerte y encendió un fósforo y lo arrojó al centro. El loquito emitió un alarido que nos dejó helados.
Entonces llegó el guarda del andén y nos ordenó que nos desconcentráramos. Se acercó a Serenata y le pasó un brazo por los hombros, mientras lo calmaba con palabras suaves, como se habla con un niño aterrorizado. Lo llevó muy despacio hasta su despacho, al fondo de la estación. Nosotros espiábamos por la ventana. Sentó al loquito en un sillón, y sacó algo del armario. Era una simple caja de zapatos. Adentro habían unos pocos objetos medio quemados: un sonajero, un rosario, y otro libro algo chamuscado. Serenata se calmó de inmediato, y comenzó a acariciarlos mientras canturreaba suavemente. Entonces, para algunos de nosotros, todo se aclaró de golpe. Recordamos un viejo cuento con el que nuestros padres nos querían imponer respeto al fuego. La historia de una familia que vivía en una casilla de madera, en las afueras del pueblo. Se incendió una noche de invierno y todos murieron, excepto el mayor de los niños, que después se supo que había estado jugando con los fósforos. Lo único que habían podido salvar era el sonajero del bebé, el rosario de la madre y dos libros del padre.

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