martes, 5 de enero de 2010

Chau, marciano, chau - Francisco Costantini


Uno levantaba la tapa de una olla, abría la puerta del placar, tomaba el colectivo, encendía el televisor o entraba al baño y se topaba con un marciano. Y, entonces, lo escalofriante (una vez acostumbrados a la presencia alienígena) resultaba no saber lo que ocurriría a continuación: el marciano podía ser un inofensivo pacifista o, en el extremo opuesto, un monstruo voraz sediento de carne humana. El mundo era un absoluto descontrol.
Los marcianos habían aparecido de repente, sin previo aviso, y estaban por todos lados y a toda hora. Se sabía que eran marcianos porque así lo habían explicado ellos mismos. Sin embargo, las diferencias físicas, mentales y espirituales que existían entre unos y otros causaban confusión. Habían los que medían apenas tres centímetros de estatura y que eran unos tremendos depravados sexuales que no dejaban de introducirse en el primer orificio que hallaban; otros, humanoides, que ostentaban portentosos e intimidantes aparatos tecnológicos y poseían planes de dominio galáctico; otros, semejantes a monstruos salidos de películas como Godzilla o Cloverfield, destruían ciudades y comían gente; y la lista sigue, lo que sumergía en la perplejidad al mundo científico. Además, Marte continuaba pareciendo tan muerto como siempre. O los marcianos no eran tales y mentían (desfachatadamente), o había muchas cosas que los humanos aún no comprendían del universo. Cómo deshacerse de los marcianos, nadie tampoco lo sabía; podían matarlos, pero siempre había más, más, y más…
Una noche, en una de las ciudades menos afectadas por estos acontecimientos, cuatro amigos que compartían el gusto por la literatura, se encontraban conversando. Juan, el dueño de la casa, dijo que el asunto de la insólita invasión le recordaba bastante a la novela Marciano vete a casa de Fredrik Brown. Algunos mencionaron otras novelas o películas y entonces, por la cabeza de Marcos cruzó una idea que le pareció cómica y, sin pensarlo demasiado, la soltó:
—Tal vez provengan de la literatura estos bichos de mierda, y no de Marte—y largó una pequeña carcajada, que no se extendió más porque notó que sus compañeros lo miraban serios, con los ojos brillantes. Él se apuró a decir algo, pues adivinaba lo que esos ratones de biblioteca estaban pensando—: No me digan que…
—Y por qué no —lo interrumpió Leandro, acomodándose los anteojos—. Nadie sabe de dónde salieron. Marte, definitivamente, no es capaz de albergar vida, menos a seres tan dispares entre sí, algunos de dimensiones desproporcionadas, otros de alto nivel cultural y tecnológico… ¿No lo habríamos sabido antes?
—Leandro, lo dije en joda, cómo vas a pen…
—No, no, cállate, Gordo —ahora lo interrumpía Matías, mordiéndose el labio inferior, señal inequívoca del entusiasmo que el tema le generaba—. Lo que sucede es verdaderamente absurdo, inconexo con la realidad tal y cual la conocemos. Parecen cosas salidas de una ficción… o de varias.
—Un argumento convincente, tal y como van las cosas —reconoció Marcos—, pero, entonces, no puede hacerse nada contra ellos; decir que pertenecen a la literatura es como decir que no existen, ¡y no podés hacer nada contra algo que no existe!
La última frase la gritó, y sus amigos enmudecieron por breves segundos.
—Me extraña, Gordo, que vos digas eso —dijo, luego del silencio, Leandro—. La ficción no es contraria a la realidad, simplemente es otra, pero existe. Si no, ¿para qué nos juntamos cada viernes? ¿A hablar de nada? ¿Eso que leemos no nos afecta, no nos condiciona? ¿Eh?
Marcos lo miró, meneando la cabeza, aunque le dio la razón.
—De todos modos —objetó— no hay nada que podamos hacer.
Ahora el silencio se hizo más extenso y profundo, llegando hasta lo más íntimo de sus conciencias; quizás no erraran en la hipótesis disparatada (a esa altura, el mundo en sí era un disparate), pero no podían sacar nada valioso de ella si no obtenían una solución.
—¿Y si escribimos una ficción en contra de esta gran… ficción? —interrogó Juan, rompiendo el mutismo.
Se miraron los cuatro, un cosquilleo recorrió sus cuerpos, y sonrieron. Sonaba loco, un plan más de los tantos planes ineficaces contra los extraterrestres. ¿Pero qué podían perder? Al menos lo intentarían y, en última instancia, se divertirían. Pronto comenzaron a esbozar un argumento que partía de la realidad de ese entonces, con los marcianos por todos lados, y que luego trocaba en la completa desaparición de estos seres. Simplemente se desvanecían, como en la novela de Brown, pero antes reparaban todos los daños causados (incluso los muertos volvían a la vida) y, de paso, cooperaban en la lucha contra el calentamiento global, el hambre y destruían cada arma nuclear del planeta.
Amanecía cuando terminaron el cuento, bastante extenso, que titularon “Chau, marciano, chau”. Lo subieron a un blog (internet aún funcionaba), para que de alguna manera estuviera publicado. Después, se mantuvieron durante horas largas frente al televisor, esperando escuchar que los marcianos dejaban de burlarse, atacar y violar a la gente y, en cambio, se ponían a reparar los daños cometidos… Pero nada de eso ocurrió. Los muchachos se desanimaron y avergonzaron de sí mismos. Nunca más volvieron a verse ni hablarse; a tal punto se sentían humillados.
Ya era tarde cuando Marcos dejó la casa de Juan.
—¡Eh, gordo puto! —escuchó que le decían.
Giró y vio a un marcianito de tres centímetros; se reía y mostraba su lengua verde flúor. Amagó con perseguirlo para darle una buena paliza, pero el enano salió corriendo hacia un callejón oscuro, donde el muchacho creyó ver un par de ojos rojos que aguardaban. Levantó la cabeza y, a lo lejos, contempló a un trípode gigante que avanzaba por entre los edificios… El mundo se estaba yendo al carajo, pensó, pero de inmediato se encogió de hombros, pues, comprendió, los marcianos no estaban haciendo más que acelerar el daño que los mismos hombres habían iniciado.
A paso tranquilo, mientras la ciudad se caía a pedazos, Marcos comenzó a caminar a su casa, preguntándose si todavía permanecería en pie.

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