domingo, 27 de diciembre de 2009

Presagio cobarde - Laura Ramírez Vides



Estoy en la oficina. Suena el teléfono. Del otro lado está mi hija que balbucea, lloriquea, solloza, grita. No entiendo nada. Mi hija tiene solo 3 años pero le he enseñado qué tecla tiene que apretar en el teléfono para llamarme al trabajo (las maravillas de las memorias rápidas de estos aparatos modernos). Trato que se calme, logra decirme que papá está en el piso, que papá se ahoga. Mi corazón se sobresalta de tal manera que parece salirse del pecho. Intuyo que ella se acerca a él porque lo siento respirar atragantado, luchando por cada bocanada de aire. No sé qué hacer. Le digo que se quede tranquila, que le acerque el celular a papá para que llame al servicio de emergencias (eso no se lo enseñe, ¡mierda!). Me dice que papá no puede, que no ve los números. Le dicto yo qué números marcar. Sí, 3 años y ya sabe los números. Escucho el ahogado pedido de auxilio de mi marido. ¿Será un infarto? ¿Presión alta? Le digo a mi hija que tengo que cortar para poder ir para casa. Que apriete el botón que ella ya sabe y que yo la llamo enseguida desde el taxi. Miro a mi jefe y supongo que mi cara desencajada dijo todo porque se ofreció a llevarme él mismo. Mientras estoy subiendo al auto a la vez que marco el teléfono de casa me pregunto si llegaré a tiempo, si la gorda va a poder abrir la puerta (dar vuelta la llave; algo que tiene terminantemente prohibido). ¡El portero! (perdón, el encargado) ¡Tengo que avisarle a él para que ayude! Trato de comunicarme con él desde el teléfono de mi jefe. No lo encuentro. El tráfico es un horror. Enmarañado como siempre en nuestra querida ciudad. Me empiezo a desesperar a la vez que trato de calmar a mi hija que ya me atendió y sigue llorando y repitiendo: ¿cuándo venís mamá? ¿ya llegás?.
No hay forma que llegue rápido. No hay forma que llegue a tiempo. No hay nada que pueda hacer.
O tal vez sí.
Despertarme.

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