viernes, 25 de septiembre de 2009

El encuentro - María Fabiana Calderari


La garúa rebelde duró toda la noche, al igual que su insomnio. Las pequeñas gotas habían logrado fundirse pacientemente en las inmensas canaletas del techo vecino. La torrentera que caía impetuosa desembocaba en una endemoniada lata dejada al descuido. La estridencia casi lo había incitado a la histeria.
Uberto, juez de buen nombre, sobrellevaba esa amarga sensación de afrontar las particiones entre el éxito y el fracaso, lo favorable y lo adverso. Era una costumbre de su oficio.
Se aferró a la idea de soportar un amanecer oscuro y prefirió contemplar el sueño admirable de aquella dama de hermosos años que dormía plácida a su lado. En aquel instante, no supo si aborrecer el capricho de la vigilia o lamentar la profundidad del sueño vecino.
La ciénaga nocturna le recordó que aún estaban intactas las travesías de su nieto en el impermeable gris de confección distinguida. Reprochó tardíamente su descuido. En la mañana se debía conformar con su refinada elegancia adornada con un paraguas. Las primeras luces lo invitaron a sus rutinas varoniles. Ya en el baño, hizo cuanto pudo para que sus hábitos no desquiciaran la prolijidad obsesiva de su mujer.
A tientas presentó su cansancio a la concavidad del espejo. Descubrió la autoridad de sus arrugas en la sien surcada.
Había pasado toda su vida dedicada al oficio de brindar justicia. Se vanagloriaba del conocimiento y buen desempeño de sus funciones.
Comprendía el valor de la adustez del ceño. Comprendía también que una colección de antecedentes no se arrincona en los papeles ni justifican los sacrificios íntimos. Ni la trivialidad de los aduladores, que ven en esos historiales, el compendio personal de un ser humano.
El camarada apareció sorpresivamente. Joven, envidiablemente perspicaz. Imberbe y apasionado.
Los destellos de los ojos del muchacho confundieron al juez. Por momentos su cara se tornaba familiar, pero el diálogo tan irreverente trastornaba la búsqueda genealógica.
Ambos evidenciaron atropellos de conocimientos. El magistrado quedó sugestionado con la vehemencia del joven, quien se permitió remozarle algunos principios jurídicos. Al hombre le bastó la verbosidad fresca del chico, que continuaba retando su madurez y su cansancio. La aguzada dialéctica le devolvió la cordura.
La brocha y la rebeldía de la espuma de la crema de afeitar se aprovecharon de aquella meditación inusual. Aún así, no ocultaron la transfiguración. Era él. El mismo de toda la vida, acechado por las andadas del tiempo, pero era él. El muchacho de las épocas en las cuales los ideales eran fáciles de sostener, porque se desconocían las tórridas tentaciones de la vida.
Cuando terminó de vestirse la lluvia continuaba su cometido inicial.
Su mujer despertó seducida por el olor del café. —¿A dónde vas tan temprano? —le preguntó, con ronca voz.
—A estamparme contra el viento —respondió él.


Tomado de: http://facalderari.blogspot.com/

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