miércoles, 12 de agosto de 2009

Documento 101 - Sergio Gaut vel Hartman


El humo se espesó un poco más; alguien tosió deshilachando sus pulmones.

—No hay modo —dijo Kurt. Se encendieron más velas y alguien preguntó, intranquilo, qué hacer con la llegada tarde al trabajo, si no sería bueno que alguien, con autoridad suficiente, les diera a todos un justificativo escrito, firmado, sellado...
—Este tipo de oscuridad —dijo Gassid con calma y sin deseos de reír, aunque aquella la estupidez lo ameritaba— no se puede iluminar ni con todas las lámparas del mundo.
Kurt pensó y pensó, y al final algo crujió en su mente. No se puede perder el sentido del humor, ese es el asunto. El problema no es la luz sino el aire, y tampoco; el problema es la risa, o su ausencia.
—Hasta le pegué un tiro a uno de ellos —dijo Gassid, que era un tipo muy valiente cuando se trataba de acusar el propio miedo. Kurt trató de verle el rostro, pero el humo parecía haberse condensado en ese rincón del refugio.
—Los niños pequeños… —empezó a decir Kirilan, una mujer alta como una torre de ajedrez. Pero Kurt la interrumpió.
—¿Cuán pequeños, cinco, diez centímetros?
—No tan pequeños —dijo la mujer—, del tamaño de... niños.
—Entonces no son pequeños, son simplemente niños.
—Bueno —dijo ella, y no volvió a hablar durante un largo rato, acobardada.
—Me molesta —dijo Kurt, cambiando de tema— la deslealtad de los oficiales del estado mayor. Ni siquiera cuando me mandaron a primera línea de fuego me sentí tan humillado como ahora.
—Aquí estamos a salvo —dijo un hombre enjuto de cabello ralo. Parecía haber pasado las mil y una antes de terminar con sus huesos en ese refugio a prueba de pestes. Ya no era el zángano hirsuto y andrajoso que había hecho ostentación de su arma y que había desafiado a todo el grupo una semana antes—. Me llamo Stefan. El informe de los médicos no fue falsificado.
—¿Está seguro? —dijo Kirilan—. Yo no. Le digo que miente. ¿Puede probar lo contrario? —Aquella mujer poseía la fantástica habilidad de predecir cualquier simulación, incluso la mentira más ingenua de la vida diaria. ¿Hubiera servido engañarla?
—Aquí la idea más osada —dijo Stefan—, queda disimulada entre los pliegues de la religión y se transfigura como parte de la configuración extraterrestre de las religiones reveladas del mundo.
—¿De qué habla? —dijo Kirilan, irritada.
—¿Qué diferencia hay entre creer en un Dios que no se puede ver y creer en un hijo a quien no se puede ver? —Stefan hablaba sin inmutarse, ensoberbecido por la inminencia de la muerte—. Espera el final sin capacidad para imaginar la clase de vida que le tocará cuando sea un fantasma, una cáscara de nuez vacía; ni siquiera la muerte puede protegernos de nuestro propio ego.
Gassid miró su reloj. —Son las ocho. ¿Tienen planes para esta noche?
—¿Planes? No me haga reír. —Kirilan se plantó ante el físico con los brazos en jarras; no le tenía miedo—. Dentro de poco seremos bolsas de mierda.
—¿Tendrá otro cigarrillo? —dijo Kurt abanicando con la mirada a todos los refugiados, pero dirigiéndose en particular a Gassid. Confundido, éste permaneció sin moverse, olfateando el aire, escuchando el lejano siseo del gas que seguía colándose por las grietas. Nada había cambiado salvo que la niña de Kirilan estaba muerta, aunque a la madre no parecía importarle. ¿Por qué tenían que morir los niños primero? ¿Qué tenía de diabólico el plan esencial de acuerdo con el cual habían procedido? Parecía increíble, pero había algo erróneo en toda la línea de pensamiento. Estaban en el refugio porque se hablaba de una peste irrefutable, aunque ninguno de ellos estaba enfermo. ¿Era posible que fueran tan manipulables? Un rumor vale lo que una certeza, una certeza lo mismo que una sentencia de muerte.
De pronto, la densa humareda fue cortada por una luz brillante que penetraba como un cuchillo caliente en la manteca.
—Se terminó —dijo un hombre de traje caro y corbata roja apareciendo como un personaje de ficción entre destellos—. La prueba terminó.
—¿Era una prueba? —Kirilan no lograba salir de su estupor—. Mi hija está muerta.
—No se puede hacer tortilla sin romper los huevos, señora —dijo el hombre de traje—. Pase por la tesorería dentro de sesenta días que le serán abonados los honorarios.
—¿De qué habla? —dijo Gassid—. Nadie nos dijo que esto era un experimento.
—No es un experimento —dijo Kurt—. Este hijo de puta nos metió en esto porque disfruta cagando a pobres diablos como nosotros.
—Se equivoca —dijo el hombre de traje—; se equivoca —repitió, pero no brindó más explicaciones. Les dio la espalda y empezó a sollozar.
—Y ahora, ¿qué le pasa? —Gassid tenía ganas de matarlo, pero no podía hacerlo sin saber antes qué ocurría afuera.
—Usted no sabe lo que me cuesta esto —dijo el hombre, aún gimiendo.
—La gente como usted me da asco —dijo Kirilan—. ¿No podían habernos dicho que era un experimento de alguna clase?
—Es una clase de experimento secreto, me parece —dijo Gassid.
—Sí —dijo el hombre de traje—; tan secreto que ni yo sé en qué consiste.
—Muy gráfico —dijo Kurt—. ¿Y cómo termina? ¿Cuándo termina?
—Termina así —dijo el hombre levantando una mano hasta que alcanzó una manivela que colgaba del techo del refugio—. Y termina en este mismo momento.

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