sábado, 27 de junio de 2009

Soledad, triste compañía - Dagoberto Friguglietti


Tengo desdibujada aquella jornada en Balvanera, pero puedo decir que fue muy penosa. Aquel hombre solo, atrapado en sus pensamientos, quizás luchando por recuperar algo esquivo, me tentó a fijar la atención. Después de observarlo unos minutos supe que me había conmovido. Él hombre estaba sentado junto a una mesa en uno de esos barsuchos de paso con la única compañía de su soledad. Yo me había detenido por un café. Recuerdo que lo miraba con disimulo desde un lugar apartado. En ese momento sonaba suave la música de un tango y al escuchar la voz de Julio Sosa la piel se me erizó.
Aquel sujeto parecía no poder estarse quieto, por momentos solo tenía apoyada una mano en su amplia sien, en otros sus dedos latían al ritmo de una música que no era la que se escuchaba. Quizás esa intranquilidad se debiese al intento por recordar algo que desentrañara algún embrollo personal, o que la angustia lo tuviera dominado. ¡Cómo saberlo! Mientras tanto yo no le sacaba la vista de encima.
Luego, con otra mano sacó una pipa de una madera parecida al cerezo, que confieso me gustó, y al encenderla humeó un olor difícil de olvidar. Las pitadas eran suaves y un poco alejadas, pero lo curioso era sentir que el humo al elevarse producía en mí una mezcla rara de libertad y maleficio, que entre los arabescos se dibujaban imagines grotescas, figuras casi diabólicas, como si presagiaran algo malo. Entonces me detuve a pensar en la mirada de ese hombre. Parecía penetrar el espacio con la sola intención de escudriñar momentos de su vida alejándolo incómodamente del presente. Sus piernas no vi que las moviera, su cuerpo sí, aunque muy poco, pero reitero que igual me impresionaba ansioso. Enseguida hizo un gesto más vital: pidió una bebida. Yo sentí algo de alivio porque lo vi recuperado. Así estuvo un rato, pensativo, mirando la copa hasta que sacó de un bolsillo de su saco una foto que elevó hasta la altura de sus ojos. Sospeché que la guardaba como resabio de algo muy querido, imaginando incluso que bien podía ser el motivo de su cerrada nostalgia. Se sumó sobre él un halo de intriga que ayudó a que el tiempo y el lugar se apoderaran de lo que sí era notorio: la triste soledad en la que finalmente parecía debatirse. Sin saber por qué imaginé que en la mente de ese hombre se apilaban espectros de miedo y mucha pena, y que cada vez que los removía retornaba al mismo y doloroso punto de partida. Me interrogué acerca de cuáles habrían sido sus sueños, y para ser honesto, si alguna vez le hubiese nacido la osadía de tenerlos.
Minutos después un reflejo de luz sobre su cara me hizo verle una mirada que destellaba brillo, incluso como si demorara lágrimas. Un fino temblor apareció en sus manos que progresivamente fue en aumento. De súbito se tapó los ojos, agachó la cabeza durante unos segundos, hasta que no pudo más y comenzó a llorar amargamente. La foto se le soltó o la tiró porque ahora yacía en el piso. Ese hombre, abatido como estaba, reclinó toda su anatomía sobre la mesa tomándose el pecho con una sola mano y así se quedó un rato. Yo me sentí tentado a tocarlo. Dudé sobre su situación. Cuando el mozo del bar, alertado de que algo raro pasaba, quiso llamarle la atención a ese cuerpo que parecía dormido, no pudo. Antes el hombre se desplomó de la silla donde estaba acomodado, entonces ya no hubo lugar a confusión. Esa pose, esa palidez, y esa frialdad eran las de la agonía o la misma muerte. ¡Qué otra cosa podía ser! La parca había hecho su trabajo.
Al rato no más una ambulancia vino a retirar el cadáver. Sobre el pecho yo le puse la foto que había permanecido a su lado, en el piso, y me persigné como Dios manda. A los pocos segundos se lo llevaron. El mozo, cabeza gacha y disimulando la conmoción, solo atinó a decir avergonzado que ese hombre, sencillamente, había muerto de tristeza.

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