viernes, 27 de febrero de 2009

La brisa en el trigo - Susana Cella


Te voy a partir en mil pedazos tus casilleros, quisiera decirle ahora mismo que anda dibujando en un papelucho un horario. Ha dicho hace un rato "ma sí" y el asco que me producen esas dos palabras es mayor que si me vomitara encima. Me doy cuenta de que mi paciencia es infinita, si es que abarco la idea de infinito, y aunque más no fuera aproximativamente, mi paciencia es sublime, enormísima, muda y llega a emocionarme. No se me escapa que pudiera verse de otro modo y que esta quietud y tolerancia sean solamente cobardía, flaqueza o desidia. Pero si me enfrento valientemente a esta disyuntiva, cómo sería yo cobarde. Es más fortaleza lo que se necesita para resignarse a una estupidez en grado casi absoluto que para cortar de un golpe seco con tal situación. Tampoco se trata de mi natural aversión a la violencia. Un obstáculo puede eliminarse sin ruido y sin contorsiones. Si me viera en la disyuntiva de matar a alguien no sería derramando sangre, me espanta y revuelve el estómago. Un veneno tranquilo me parece la mejor arma. Pero no la empleo, con eso demostraría que mi paciencia no fue infinita o por lo menos extensísima, menos soportaría las subsiguientes molestias de cargar con un muerto y todos los derivados sea que se considere muerte natural o no.
Me aquerencio en los lugares, de modo que no podría, sin gran sufrimiento, abandonar esta sala mía, mi cama, mis ademanes cotidianos habituados a los lugares de las cosas, la disposición de la luz y la sombra al paso del día y en la noche, el color de mis pertenencias, la textura de mis muebles y paredes, sus alturas consabidas, el camino igual desde aquí hasta el corralón, el corralón, los materiales apilados. Entonces no me voy a ninguna parte. El mismo lugar y cada cosa en el suyo me hacen gusto y los conservo por eso. Me consuela habitar dentro de algunos libros, La brisa en el trigo, por ejemplo, que estoy leyendo ahora.
Sería de mi parte un tanto escandaloso y poco cortés echar a esa mujer a la calle con su hato de basuras. Además, qué efecto le produciría el repentino cambio. Podría llegar a gritar y yo no lo soportaría. La desesperación o el lamento me perturbarían demasiado, también la remota posibilidad de que llegase a obedecerme sin chistar, entonces sabría a ciencia cierta que he sido burlado.
El desprecio, probado cada día, degustado hora por hora, es parte de mi rutina, y eso no se toca ni se altera. Creo que gracias a ella adquiero las virtudes mayores al modo de aquellos reposados santos que todo lo soportaban sin lamentarse jamás.

1 comentario:

Por Estrella Koira dijo...

¡Hay que tener valor para confesar vilezas! Y esta honestidad brutal hace imposible la empatía para el lector. Por lo menos, para mi. Sí, se valora la franqueza.
Comienza reprimiendo la violencia física (perdón, es un hombre "culto", evidentemente lee), termina profundizando las marcas de la violencia en su propia subjetividad: si se desea el golpe, ese golpe trastocado se convierte en desprecio. Equivocadamente, cree igualarse al santo. Nada bueno surge de la desestimación del otro.
¿Su refugio? -como de tantos- la literatura. Sí, señor. Letras de molde para una arquitectura acabada en su mismidad. La realidad, siempre imperfecta, afuera.
(Ojo: él también está afuera).
Me encanta que las palabras sean más repulsivas para él que un vómito: eso espesa el valor de la palabra (y todo lo que conlleva: cultura libresca, poder, etc) en el desarrollo del cuento.