jueves, 29 de enero de 2009

Madera e imán - Federico Laurenzana


Dentro de la cesta nadie sabía cuánta fluorescencia residía. Desde afuera se la veía opaca, tenue calibración entre la descalibrada orfebrería de quienes sabían acerca de sus contenidos. Desde afuera, más lejano, distante y ajeno, se la contemplaba indistinta, semejante al resto. Aunque sin embargo, el anciano que había llegado con un pequeño trozo de madera e imán hasta la tienda, dijo ver más.
Cuando había estado junto a los hombres de roble, le habían dicho que las propiedades de la madera eran auténticamente desvinculares. Que ningún otro mineral u organismo inerte se plegaría sobre su dorso como las sombras contra los cuerpos durante la noche. La habían notado desde siempre aislada, aunque dócil; perenne hasta que algún insecto u otro existencial le quitase parte de sí para acumularla o utilizarla según fines particulares. Y tanto la habían descripto que él, quien jamás había advertido la cualidad más evidente de ésta, les había pedido una. Y le fue dada.
La cargaba debajo del manto de lana que lo cubría, la ocultaba ante cualquier mirar extraño e incauteloso, la cuidaba. Pequeña madera y con las mismas propiedades que poseían los robustos robles, era su obsequio, y adoración más enaltecida.
Buscaba el anciano. Al recorrer los bosques en busca de elementos singulares, hallaba en cada región de campamento uno más dispar que otro; pero nunca tan elocuente como la madera. Buscaba ya el anciano alguno que equivaliera lo que el primero había significado. Buscaba, y tras tanta fe aventurera —si es que haya alguna que no lo sea— encontró sobre una montaña restos de imán. Y había escogido uno.
No hubo nadie quien le comentara sobre éste, nadie quien le explicara las propiedades de atracción. Y no hubo otro sino él para aprenderlas y valorarlas cual autodidacta solitario ante un tesoro deslumbrante. Lo había notado con ligeras idas hacia los metales (las escasas monedas que portaba), lo había confundido hasta tal punto de creerlo con vida por su desplazamiento. Es que era, este imán, el único objeto hallado hasta ese entonces dotado de inquietud, y hasta de imprevisibilidad si no fuera por anticipar su recorrido tras ver algún metal cerca.
Al volver descendiendo, escalón por escalón desde las cimas, cargaba dos elementos a los que debía protección. Realmente no sabía por qué, pero sentía debérsela.
Entre la diversidad de cestas que había distinguido en la tienda, sólo había ido hacia una, la que veía estridente, como conteniendo vahos de polvo verde, fluorescente. Había anunciado esta singularidad al resto, pero nadie lo escuchó. Aún así, dirigiéndose como río hacia su catarata, se acercó, la abrió y arrojó ambos elementos adentro, la madera y el imán.
Nada pudo ver en donde la emanación de candencia luminosa lo irritaba, lo cargaba hasta forzar y cerrar los añejos párpados que ya no se estremecían sino frente a los manantiales que su fe indicaba. Y sin ver había cerrado la cesta, hasta creer justo el momento de la respuesta.
La había abierto y retirado la madera. Cuando la cerraba había recordado el imán y su velocidad para adjuntarse a los metales, aquellos restos de la batalla que lo habían dejado sin descendencia ni rey a quien confesar sus presagios. Había rememorado las espadas blandiéndose sobre cabezas hasta dejarlas sin cuello, sin vida, viendo a esas etéreas formaciones verdes disiparse desde los muertos. Esos vahos que como bruma fluorescente se despedían y como si almas de cada cuerpo caído fueran. Y había dejado el imán, prefiriendo olvidarlo junto al resto de sus conciudadanos que habitaban dentro de esa cesta.
Volviendo sobre sus pasos, habiendo concluido su tarea a medias comenzaba el inicio de los vestigios. Porque aún anhelaba reconstruir siquiera un árbol sobre aquella montaña oriunda. Volviendo sobre sus pasos, cargando el pequeño trozo de madera sabia, estaba seguro de que el imán estaría quitando cada estocada hecha en las almas descorporeizadas. 
En cada paso, el anciano supo la importancia que le daría comenzar una capilla con esa madera, la elemental razón para reconstruir.

Sobre el autor: Federico Laurenzana

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