martes, 27 de enero de 2009

Gazpacho - Eduardo Abel Gimenez


La gente sudaba. El sol caía sobre la plaza apenas contenido por las palmeras y una nube solitaria que escapaba antes que se le hiciera tarde. En las camisas azules se formaban manchas húmedas, gotas de agua salada caían por frentes y barbillas. Con los brazos en alto, la multitud cubría césped, caminos, aceras, calles, sin dejar un hueco, hasta donde los edificios impedían ver. Las voces gritaban al ritmo de los tambores:

¡Gaz-pa-cho!
¡Gaz-pa-cho!

Hubo un movimiento allá arriba, en el palco. Se abrió la cortina roja. La Casa de Gobierno relucía con pintura nueva, tan brillante que era difícil mantener la vista fija en esa dirección. Pero nadie quiso perderse el momento en que el Líder atravesó la cortina entreabierta, avanzó hasta el borde mismo del palco y levantó los brazos como convocando al cielo para que se acercara al pueblo.

Los gritos crecieron, se aceleraron:

¡Gaz-pa-cho!
¡Gaz-pa-cho!

El Líder dio un par de golpecitos en el micrófono. Su dedo índice, amplificado en los parlantes, logró reducir las voces a murmullos. Los chistidos recorrieron la plaza. Cuando el silencio fue suficiente, el Líder exclamó:
—¡Cortar el tomate!
La gente estalló en aplausos y vítores. Los tambores redoblaron. La nube solitaria terminó de ocultarse tras la torre de la catedral. El Líder sonrió con tanta amplitud que sus dientes blancos opacaron las paredes del edificio. Hizo gestos de apaciguamiento.
—¡Trozar los pimientos! —prosiguió—. ¡Picar la cebolla! —Hizo una pausa de efecto, con el timing de un actor experto. —¡Desmenuzar el pepinillo!
Otra ovación, más extensa, más calurosa. El Líder aspiró hondo, tanto que parecía agigantarse a la vista de sus seguidores. Alzó el brazo derecho e hizo un gesto giratorio con la mano.
—¡Echar los ingredientes en un cuenco grande! —gritó—. ¡Mezclar con la batidora! ¡Hacer un puré suave! —Y todo casi sin respirar, con la potencia que sólo alcanzan los privilegiados.
El suelo tembló con el estruendo de los tambores y las cajas de resonancia de cien mil pechos gritando al unísono. Pero el Líder volvió a lograr silencio con apenas un movimiento de los dedos.
—¡Poner la sopa en el refrigerador! —dijo, usando un tono de voz más medido, preparando el final.
La plaza entera se aquietó. Este era el momento culminante. El propio sol esperó en lo alto. Los pocos pájaros que no habían huido también miraban hacia el palco. El Líder, ahora sí, arrancó su voz de lo más profundo de la tierra:
—¡Y servir bien frío!
Todo estalló. Minutos enteros de ovación, parches castigados, césped arrancado por los pies que bailaban. El Líder reconoció el afecto de su pueblo con suaves inclinaciones de la cabeza, a derecha y a izquierda. Finalmente, a la menor indicación de que el furor disminuía, volvió a levantar los brazos y logró, por última vez en el día, un silencio profundo.
—Mañana —dijo, y volvió a mostrar los dientes más blancos que la nieve—, ¡mañana paté de pescado!
La multitud rugió de satisfacción, mientras el Líder desaparecía al otro lado de la cortina roja. Vítores y cánticos se sucedieron durante un largo rato. Pero sin el Líder para dirigirlo todo, el sol siguió su curso, la nube reapareció al otro lado de la torre, y los pájaros decidieron volar sin rumbo fijo.
No mucho después se inició la desconcentración. Algunos, los más inquietos, ya le iban poniendo música a la consigna del día siguiente.

Tomado de http://www.magicaweb.com/weblog/index.php

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