martes, 19 de agosto de 2008

La dama pálida - José Vicente Ortuño


Abrió los ojos. A los pies de la cama había una mujer. Era muy pálida, tanto que parecía brillar con la luz de la Luna llena, que se colaba por la ventana. Vestía una túnica vaporosa, casi etérea, de un color que no pudo distinguir, pero sí que revelaba las formas que se suponía debía ocultar. Ella le sonrió y su sonrisa le causó terror.
Quiso levantarse, huir de aquella extraña que había entrado en su dormitorio sin permiso, pero estaba como clavado al colchón y apenas pudo moverse.
La túnica de la misteriosa dama se deslizó de sus hombros, sin que ella hiciese ningún movimiento, y cayó al suelo flotando con lentitud, como si el tiempo se hubiese ralentizado o la gravedad perdido su fuerza.
A pesar del terror que sentía se excitó al verla desnuda y no pudo hacer nada por evitar que su cuerpo reaccionase de forma involuntaria. Ella rió al ver su erección, mostrando unos dientes afilados e inhumanos.
Se le aproximó voluptuosamente, gateando sobre la cama con tanta suavidad, que pareció flotar carente de peso.
Era una bochornosa noche de verano, pero cuando la desconocida se le acercó sintió que emanaba frío. Y cuando las gélidas manos comenzaron a acariciarle alrededor del sexo, un estremecimiento le obligó a gritar, aunque de su boca sólo salió un patético gañido.
La dama pálida se sentó a horcajadas sobre él. La penetración no fue cálida y suave, sino helada y dolorosa, como si hubiese introducido su miembro en un bloque de hielo.
Sin importarle nada lo que el hombre sintiese, la misteriosa hembra lo cabalgó con ferocidad, clavándole sus afiladas uñas en el pecho, hasta que le produjo una dolorosa y extasiante eyaculación, que casi le dejó sin conocimiento. Sin embargo, mientras su mente se hundía en las tinieblas, sintió como el sexo de aquella gélida mujer le absorbía el semen con brutales contracciones.
Cuando volvió a abrir los ojos, la mujer pálida ya no estaba. A duras penas podía moverse, entumecido por el frío que la misteriosa aparición había dejado en su cuerpo. Sin embargo, los profundos arañazos en su pecho confirmaban que no había sido un sueño.
El aire del dormitorio continuó frío y estancado —como congelado—, hasta que los primeros rayos de sol entraron por la ventana y el hálito del súcubo desapareció.